HISTORIAS DE LA CIUDAD, LA NOCHE, LOS AUTOS Y LA RUTA

HISTORIAS DE LA CIUDAD, LA NOCHE, LOS AUTOS Y LA RUTA

"Ya he escrito toda la carretera. He ido rápido porque la ruta es rápida. Es sobre tí, sobre mí y sobre el camino"
(Carta de Jack Kerouac a Neal Cassady fechada el 25/5/51)





jueves, 10 de diciembre de 2015

CARTA DE UN FIERRERO A SU HIJO

(Dedicado a mi hijo Mateo, nacido el 18/11/15)

         Tomado fuertemente a la mano de tu madre, estuve allí cuando llegaste. En ese instante fundacional, marcado en la eternidad, cruzaste tu mirada con la mía y tu llanto –que fue mi risa– sonó como el rugido del joven león que recién arribado a la selva anuncia el comienzo de su reinado, espantando a las jaurías de oscuras hienas del infierno.
            Fue el triunfo del imperio de la luz por sobre las tinieblas y sus fantasmas temerosos.
            Luego te tomé en mis brazos, que fueron más fuertes que nunca, te aferré a mi corazón en un abrazo que durará por  siempre y te juré que jamás te abandonaría.
            Bienvenido a la ruta, mi pequeño guerrero. “Welcome to the jungle” como decía aquella canción de mis tiempos que ya te haré conocer, como tantas otras pertenecientes a una época dorada donde mi generación fue parte de ese milagro llamado rock n`roll. Te contaré historias de guitarras estridentes y corazones rotos. Te contaré cuando pude ver en vivo a Luca, a Cerati, a Federico, a Miguel Abuelo, a Cobain y Michael Hutchence de los INXS. Esas leyendas cuyos nombres leerás en los libros donde se escribe la historia de quienes ofrecieron sus vidas al fuego eléctrico dejándonos sus canciones. Te contaré de mis noches en sótanos, bares y discotecas. Noches que se transformaron en mañanas que destellaban en los ojos de los vampiros de mi especie quienes nos reagruparíamos en la siguiente luna para nuevas y  románticas cacerías piratas.
            Bienvenido a la ruta, hijo del viento y las estrellas. Antes de que duermas voy a contarte un cuento bajo el cielo de una noche cálida en la que volarán tus sueños, y creeme que tengo muchos relatos para contarte. Algunos dicen que soy bueno como narrador. Cuentos de carreteras perdidas y de héroes inmortales. De batallas donde los fierros clásicos desafiaban al imperio del plástico, cuentos de pumas, de fantasmas y de dragones. Algunos que incluso mi abuelo me contaba, ese mismo viejo sabio que a veces aparece en mis historias. Cuentos que te harán volar con tu imaginación a fantásticos reinos donde aventureros en autos de hierro rescatan bellas princesas soñadoras.
            Bienvenido a la ruta de los gladiadores, hijo mío, ya que no nacimos como parte de la realeza sangre azul. Nuestra sangre es caliente y se derrama por causas justas o por  locas utopías.  Nunca le falles a un amigo, algún día él también te dará una mano cuando la necesites mientras los cobardes de siempre te ignoren. Podés enamorarte una y mil veces, y estate seguro de que romperán tu corazón; pero te levantarás hasta llegar al alma de esa que te soñaba aún antes de conocerte.
            Solo podrás confiar en unas pocas cosas en esta vida que inicias: en tu madre, en mí, en los perros…y en los autos clásicos. El día de que le des arranque a un auto de seis u ocho cilindros y lo aceleres sintiendo ese olor a nafta, y el rugido de ese motor, sentirás que algo en vos cambió para siempre y ya no habrá vuelta atrás. De eso están hechos los verdaderos hombres, allí sabrás que ningún sueño de libertad es imposible, y solo es cuestión de girar la llave, poner en marcha y salir a buscarlo.
            Bienvenido a la ruta, mi nuevo compañero de carretera. En este camino conocerás amigos mecánicos que entre mate y mate te demostrarán que son más de fiar que ese estúpido nerd graduado en Silicon Valley y que acaba de diseñar el primer auto híbrido argentino. Conocerás chapistas, carburistas, chasistas, y toda clase de locos forjadores de esta maravillosa cultura del metal pesado.
            Palabras como Chevy, Falcon, Valiant, GTX, Torino y tantas otras, se te volverán familiares. Comprenderás que los mejores planes surgen de charlas en las cafeterías de las estaciones de servicio. Y cuando aceleres por una ruta despejada con el sol en el horizonte entenderás por fin de que hablaban todas esas letras de rock que te haré conocer.
            Recorreremos pueblos perdidos con personajes misteriosos y protagonizaremos nuevas historias extraordinarias. Te presentaré a los locos amigos que aparecen en mis cuentos para que veas que son reales. Pararemos al costado del camino para comer un asado con ellos, y luego seguiremos adelante. Aprenderás a percibir el perfume de los caminos cordobeses allá por la ruta 38, y también a disfrutar del aroma de la sal marina cuando surquemos el camino de la costa, y al regreso a la ciudad, el olor de la lluvia sobre el asfalto de las calles te hará saber que retornamos a casa, solo para planificar nuestro próximo viaje. A pura nafta súper.
            Siempre voy a protegerte, mi pequeño ángel del camino. Como alguna vez escribiera en otra historia: no voy a soltarte, no voy a dejarte caer. Tengo infinitas heridas en el cuerpo y en el alma que me hicieron más fuerte y más sabio, quizá también para enseñarte a no cometer mis errores. Algunas cicatrices dignifican e inspiran respeto a quien sobrevivió para contarlo. He perdido muchos buenos amigos que cayeron en batalla y a los que nunca olvido. Y debés saber que cuando ahora te tengo en mis brazos y veo la inocencia de tus ojos que me miran con asombro, sé que todas mis luchas sirvieron para ser tu mejor custodio. Te enseñaré a sobrevivir en la noche, ese apasionante territorio con sus miles de trampas mortales. A mí nadie me enseñó y aprendí a los golpes. No es fácil, pero se aprende.
            Bienvenido a la ruta, regalo de Dios, de seguro algún día armaremos algún acorazado de cuatro ruedas con un gran motor naftero que nos llevará juntos a escribir nuevas páginas de este libro de aventuras que para vos recién comienza. Lo rescataremos del óxido y del tiempo, y sentirás que es tuyo para siempre. Sé que en algún lugar hay uno que te espera.
            Y así, cuando llegue el momento, finalmente estarás listo para la carretera y te dejaré libre para que hagas tu propia historia, sabiendo desde luego, que siempre contarás conmigo. Mientras tanto, y hasta que llegue esa instancia: aferrate a mi mano. Bienvenido a la ruta de la vida y de los sueños. Kilómetro cero.                   


                                                           Por César Rodríguez Bierwerth

sábado, 8 de agosto de 2015

CUCHILLEROS FROM HELL

El Rambler Ambassador negro estaba estacionado sobre la calle Salguero frente a la torre de departamentos  del 470 con sus luces apagadas en esa fría noche de domingo. Su único ocupante sentado en silencio tras el volante tenía su mirada clavada en el ventanal del segundo piso a la calle de aquel edificio donde podía observarse un luminoso living bien amoblado en el cual una bella mujer en sus cuarentas jugaba con sus dos pequeños hijos, en tanto su marido entraba y salía de la escena hablando con un teléfono inalámbrico como recorriendo los ambientes de la casa de punta a punta.
            Juan puso un cassette TDK en el estéreo del Rambler y comenzó a sonar “Repetition” de Information Society. Volvió a dirigir su mirada hacia aquel living donde ella jugaba con los niños en un clima mucho más cálido y acogedor que el de la calle y suspiró: “Julieta, te dedico nuestra canción, la que tanto escuchábamos en esta misma cinta, en este mismo auto”. Pero la bonita dama del living no podía escucharlo. Ni a él, ni a su viejo tema musical.
            Entonces Juan se dijo a sí mismo: “Todo en orden esta noche, tengo otras cosas que hacer”. Dio arranque a su motor Tornado y salió rumbo al Obelisco, atravesando las luces cómplices de la noche más melancólica de la semana, tomando por Corrientes, para no sentirse tan solo. “La avenida Corrientes nunca me abandonará. Nunca se apaga”, dijo en voz baja. Cuando cruzó la 9 de Julio para encontrar un lugar para estacionar sobre mano izquierda. Se miró en el espejo retrovisor interno y controló que su peinado con gel tirante hacia atrás como un tanguero fuera de tiempo estuviese correcto. Se bajó de su auto y caminó hasta el bar que lo esperaba. Juan tiene una misión. Entró al pequeño Café Parisien de Lavalle y Carlos Pellegrini a la medianoche de aquel domingo, cuando la gente normal ya está guardada en su casa viendo resúmenes de fútbol, tratando de anestesiar la inexorable llegada del lunes.
            El Café Parisien es uno de los bares más minúsculos y estrechos de la ciudad, tanto como el Café del Biógrafo de la avenida San Juan.  Tiene sillas de madera y unos manteles de cuerina roja son seguramente fáciles de limpiar para las camareras morochas que lo atienden. Se quitó su piloto impermeable gris de Mc Taylor y lo dejó en el respaldo de la silla desocupada de la mesa que eligió para sentarse, junto a la ventana del lado de la peatonal, frente al negocio de cueros truchos para turistas desprevenidos. Miró hacia afuera y vio a los tarjeteros con sus holgados equipos de gimnasia imitación Adidas de la selección y sus gorras de visera recta como reggaetoneros de baja estofa esperando potenciales clientes. Solo había otras dos mesas ocupadas: en una, unas chicas dominicanas estaban terminando de cenar unas milanesas con abundante cerveza, hablaban en voz alta y reían festejándose cada cosa que decían. Un poco más allá, junto al gran espejo lateral que ocupa una pared entera del bar, una madre con su hijo adolescente en silla de ruedas tomaban unas Coca Colas –ella Coca Light, él Coca común–. El chico en su asiento rodante prolijamente estacionado en su mesa parecía no coordinar bien su motricidad física y con sus ojos extraviados recorría las luces del techo, haciendo giros semicirculares con su cuello desarticulado. Tenía un codo sobre el apoyabrazos de su silla y hacía movimientos anárquicos con su muñeca y su mano izquierda. En tanto, con su mano derecha se aferraba a su vaso y su madre lo ayudaba a servirse sorbos de su bebida gaseosa. Juan los observó y percibió un aura luminosa en esa escena, en contraposición con la carga negativa de la mesa de las dominicanas.
             En el Parisien tenían sintonizada la radio ASPEN 102.3 y en el aire sonaba un tema de los Housemartins (Juan recordó parte de la letra). La camarera morocha turno noche se acercó a su mesa y el pidió un café en jarrito. “Solo café”, aclaró. Cuando la chica le dio la espalda y se dirigió a buscar el pedido, él la miró irse con esos pantalones ajustados, por supuesto. No era la “gran cosa”. Pocos minutos después, un africano vendedor de objetos brillantes entró en el bar con su caja-muestrario de relojes, cadenas y pulseritas doradas. Pasó frente a las dominicanas que lo ignoraron, en tanto la madre del chico de la silla de ruedas le hizo señas como de no querer comprar nada. Entonces el negro alto se acercó a Juan, quien con una sonrisa le dijo: “No, gracias, amigo”. Pero el inmigrante en lugar de alejarse, apoyó su caja plegable de mercancías destellantes sobre la mesa. La camarera morocha también se acercó a servir el café en jarrito, y el vendedor esperó que la chica se alejase. Entonces mirando fijamente a Juan, le dijo con acento subsahariano: “Uno de ellos está por venir”. Cerró su portaobjetos y salió del bar. El solitario hombre engominado consumió su pedido en tres sorbos, y allí sentado, disimuladamente comenzó a hacer leves movimientos de elongación de cuello hacia ambos lados. Luego lo mismo con las muñecas con pequeños giros circulares con las manos. Después, con mayor discreción aún se tanteó la espalda a la altura del cinturón, y su arma estaba allí, en su lugar.
            De repente, el ambiente del bar pareció congelarse por una bocanada de aire frío que vino de la calle cuando la puerta se abrió y entró él. Ese sujeto de ojos achinados y certeros que se paró un instante en la entrada mirando las mesas para elegir minuciosamente en cuál sentarse. Llevaba puesto un poncho que resultaba algo llamativo en el centro de la ciudad y su figura transmitía una aspereza cruda. Recorrió con su gélida mirada a las dominicanas, a la madre con su hijo en la silla de ruedas y por último detuvo su visión en Juan, quien a su vez lo observaba atento. Finalmente, se sentó junto a la mesa del joven y su mamá, al lado de la escalera descendente que va a los baños. Recién allí sentado se dibujó en su rostro una primer sonrisa como cruel y burlona con sus labios delgados de expresión mentirosa. Entonces allí, más cómodo observó a las caribeñas desinteresadamente, luego al adolescente que intentaba terminar un sorbo de su Coca Cola, y allí esbozó una contenida carcajada de sorna, todo ello para por último posar sus ojos rasgados sobre Juan que con su estampa engominada se situaba expectante en la otra punta del bar. Cuando la camarera se acercó al recién llegado, este solicitó una carta como para ganar tiempo sin hacer ningún pedido en concreto. Cuando la chica le dio la espalda, no la miró a ella, ni a la carta y continuó con sus ojitos clavados en la figura del hombre que solitariamente ocupaba la mesa junto al ventanal que da a la peatonal Lavalle, quien, peinado para atrás, tomó una servilleta de papel de su mesa con la cual se secó la frente.
            Luego de ello Juan pidió la cuenta y sonrió algo nervioso a la mesera morocha. Ya no la miró alejarse. Cerró los ojos un instante y la imaginó a Julieta, pero quizá no a aquella del segundo piso del departamento de Salguero al 470, sino a “su” Julieta, seguramente la de veinte años atrás bajo el sol en una playa a cuatrocientos kilómetros de buenos Aires. Cuando volvió a abrir sus ojos, volvió a la realidad de la mirada achinada y rústica del sujeto sentado a pocos metros de él. Era la mirada de un rival.
            Entonces Juan se levantó, caminó hacia la puerta que baja a los baños, y pasó junto al tipo del poncho como si el mismo no existiera. Este lo siguió con esos ojitos certeros hasta que el engominado traspuso esa sobria entrada hacia las profundidades más céntricas de la ciudad. Entonces, el hombre de áspera figura, esperó unos segundos apenas, dejó de sonreír, se levantó de su mesa y emprendió el mismo descenso que su predecesor hacia los baños del subsuelo.
            Cualquiera que haya estado en el Parisien sabe que la bajada a los toilettes es laberíntica, estrecha y sinuosa, y al final de ese camino se encuentra el minúsculo baño de hombres. Allí, con la espalda apoyada contra la puerta de la figura del hombrecito de metal, estaba Juan esperando al forastero con su cuchillo japonés Cold Steel táctico de acero quirúrgico en su mano derecha. Su rival llegó hasta enfrentarlo a una distancia prudencial, se quitó su poncho y lo enrolló alrededor de su antebrazo izquierdo. Juan le dio tiempo a que terminara su preparativo. Códigos. El achinado entonces sutilmente llevó la mano a su espalda y desde su cintura sacó un facón plateado tan largo que parecía nunca terminar. Juan se perfiló, su contrincante no. Este simplemente adelantó su brazo emponchado  izquierdo a modo de defensa o escudo, entrecerró sus pequeños ojos, emitió un chillido de chancho salvaje o quizá de hiena, y tiró el primer puntazo apuntando al corazón del hombre de gris que en puntas de pie, lo esquivó y tiró dos diagonales con su cuchillo táctico como dibujando una “X” que cortaron las dos yugulares internas del cuello del villano, que comenzó a sangrar, y como bestia herida se abalanzó resoplando odio contra Juan, que lo frenó con una patada frontal al pecho.
            El achinado cayó de espaldas. Perdía abundante sangre y ya no tuvo fuerzas para levantarse. Lo último que vio fueron los spots del techo del angosto pasillo subterráneo.
            Segundos más tarde se escucharon los pasos descendentes cada vez más cercanos del “recolector”. Toc toc toc, sus pesados zapatos de trabajo Ombú bajando la escalera resultaban inconfundibles. Al fin asomó su robusta figura con su uniforme de encargado de edificio: “Recolectooor”, gruñó con la resignación de quien tiene asumido un trabajo rutinario. El hombre traía una gran bolsa de consorcio negra con cierre zip. Se detuvo frente al cuerpo sin vida del cuchillero que yacía sin vida con el cuello ensangrentado con dos profundos cortes. Lo miró a lo largo, como estudiándolo y se detuvo en los detalles del poncho y el largo facón plateado. “Este debía tener más de un siglo en la zona intermedia. Sin aura… en fin… punto a favor de los buenos, muchacho”, le dijo a Juan mientras este se retiraba escaleras arriba. Y agregó: “¿Vos desde cuándo estás?”, “17 años ya”, le contestó el hombre del impermeable  gris sin darse vuelta mientras ascendía por el angosto pasillo hacia la planta principal del Parisien.
            Allí volvió a ver al chico en su silla de ruedas con sus ojos extraviados que le extendió su mano desarticulada en señal de amistad. “Buenas noches”, le dijo Juan frente a la sorprendida mirada de la madre mientras chocaba los cinco con el adolescente.
            Luego salió del bar. El Ford Fairlane fúnebre del “recolector” estaba detenido con las balizas encendidas sobre Pellegrini.
Esa fría noche de domingo aún no terminaba. Caminó hasta su Rambler Ambassador  estacionado sobre Corrientes. Se subió, puso primera y salió rumbo a la calle Salguero, donde volvería a estacionar  a la altura del 470 para custodiar en silencio  una ventana desde la cual jamás lo verían.
            Existen ejércitos de cuchilleros del bien y del mal, enfrentándose  eternamente en la noche de Buenos Aires esperando su turno para pasar a otros planos. Son invisibles custodios de almas luminosas u oscuras. Los delincuentes les rezan a los suyos en altares que levantan en cárceles y en sinestros rincones cuando planifican algún golpe. En tanto que las buenas personas a veces los reconocen y estrechan sus manos… y otras veces no saben escucharlos, pero sus ángeles ignorados y llenos de recuerdos, con sus afiladas armas de seguro estarán allí. Cerca.

                                                                       Por CESAR RODRIGUEZ BIERWERTH

viernes, 29 de mayo de 2015

VIEJOS LOBOS

8 PM, hace rato que el tímido sol de otoño se escondió y la noche declaró el comienzo de su reinado. Ayer fue viernes, mañana no sé, ni me importa. La avenida Santa Fe bajo mis pies late. No como en otras épocas, pero aún lo hace, lejos de su esplendor, lejos de Cinema, de Tower Records y de Filippo, aún trata de conservar ese glamour que alguna vez la llenaba de orgullo. Ahora hasta la hicieron doble mano, una atrocidad. Algo así como cambiar por la fuerza el curso de un río. Daría cualquier cosa por escuchar a Crystal Waters. Nada le sienta tan bien a la noche de sábado por esta zona como Crystal Waters o Depeche Mode.  A los Depeche los puedo escuchar en unas horas en “El Living”, que inexplicablemente sobrevive, como yo. A Crystal Waters creo que debo escucharla en algún lugar más vicioso y oscuro, pero ya quedan pocos de esos, y en ninguno se respira aquella atmósfera de vanguardia de las noches de “Gypsy Woman”, o de “Show me love” de Robin S. Cuando sonaba “Show me love”, ya te sentías a salvo, en un sótano tan profundo, sin reglas y con olor a humedad y cigarrillo, que ya no querías que nadie te rescate de allí. Bienaventurados aquellos que conocimos aquellos pequeños infiernos de habilitaciones municipales precarias, donde aún se podían transgredir normas sociales.
         A minutos de allí, la avenida Corrientes mantiene su eterna vigencia nocturna con su infinita cartelera teatral y las mejores pizzerías del mundo.
A Recoleta la mataron cuando las huestes moralistas cerraron uno a uno sus fantásticos cabarets. Y comenzaron a abrir patéticas franquicias de hamburguesas caras, café caro, tortas caras y toda esa basura apta para todo público, y así le quitaron la adrenalina de su oscura clandestinidad con clase, llena de misterios y aventuras.
En Palermo y en San Telmo es imposible estacionar, y si bien hay buenos lugares para comer, el gran “medio pelo” argentino que abarrota todas las mesas de cada local colapsado de gente, tira muy abajo la onda de esos lugares; tanto que ni siquiera las turistas brasileñas que hablan fuerte y lucen orgullosas sus escotes bronceados, pueden levantar la situación.
         Aquel sentimiento que en otros tiempos fue adrenalina pura, hoy mezcla sus agitadas aguas con cierta nostalgia que no se si quiero tener. Pero es inevitable. Recuerdo aquellas líneas maestras de una canción que rezaba eso de que “la noche tira un salto mortal…y el joven lobo quemándose de amor” Hasta que el joven lobo se transforma en viejo lobo y ya no puede quemarse de amor, porque se ha vuelto blindado con sus cicatrices. Lobo al fin.
         Pero en definitiva, solo aquel que conoce la ciudad y la noche, es quien valora esa extraña paz que se alcanza en el camino cuando uno se aleja de casa y toma la ruta. Supongo que hace siglos los navegantes que dejaban las costas europeas, adentrándose en el mar sin saber lo que les esperaba en ese océano de leyendas pobladas de mitos y monstruos marinos, debían sentir algo parecido en cierta medida. Pero el espíritu de aventura y las ansias de descubrimientos eran aquello que los impulsaba a seguir adelante en aguas desconocidas.
         Con mis amigos diseñamos un sistema casero artesanal para el acelerador de mi motor V8 350 de 260 HP. Resortes, cables y tuercas ajustadas por nosotros mismos, algo que sería impensable en un auto nuevo con sus sistemas electrónicos de computadoras diseñadas para los maricas que ven el “Informe Automotor”  de Canal 13 con las novedades del mercado del plástico. Yo prefiero bajar el pie derecho pisando el acelerador hasta sentir las vueltas del metálico caracol de metal que va a los brazos del scoop que abre sus ojos, tensando todo ese poder que pasa por el burca que tira sus chorros de nafta; el perfume de los dioses. Acelero cuando yo quiero, y cuando lo decido, puedo levantar el pie. Como la vida misma. Busco el equilibrio entre el vértigo y la calma; golpear y ceder, como decía Bruce Lee aplicando la teoría del yin y el yan.
         Y si la avenida Santa Fe sonaba a Depeche Mode y Crystal Waters, la ruta suena a Creedence y a The Cult, con sus carteles de kilómetros y de avisos de maquinaria agrícola. Los extraterrestres de la ruta 38 junto al Uritorco, los puestos de naranjas de la zona de San Pedro, una parrilla pasando Zárate, o aquel bizarro hotel rutero de Armstrong que tiene garaje techado, una excelente opción de cocina para la cena y es ideal para hacer noche y seguir.
         En la silenciosa soledad de esos hospedajes y sus habitaciones singles básicas puedo encontrarme y reencontrarme conmigo mismo y con los misteriosos monstruos marinos que me acechan en la carretera.
         Recuerdo que siendo un niño, mi abuelo en los veraneos me llevaba a una quinta que tenía en las islas del delta, donde él era seguramente feliz. Y una tarde en el muelle frente al río yo le pregunté: “si te gusta tanto estar aquí en la naturaleza, ¿Por qué no te venís a vivir acá?”, entonces él me contestó desde su infinita sabiduría: “porque uno necesita un poco de todo. Cuando estoy mucho tiempo aquí, extraño cosas de la ciudad, y cuando necesito volver a estar junto al rio entre los árboles y los pájaros, simplemente vuelvo a mi ranchito del Delta”. En ese momento no se si entendí. Años más tarde me veo haciendo algo parecido.
         Hasta Luca Prodan llegó en su momento desde Europa hasta las sierras cordobesas escapando de su adicción a la heroína. No duró mucho allí, y poco tiempo más tarde estaba tocando con su banda Sumo en los sótanos porteños. Doy gracias a Dios de haberlo visto en vivo.
         Puedo alejarme de la ciudad cuando lo necesito y ser parte de la ruta. Y luego volveré, sé que volveré una y otra vez a Buenos Aires así como se vuelve a una novia a la que no se puede dejar. No sé si pertenezco a la ciudad o a la ruta a esta altura. Historias de viejos lobos.


                                               Por CESAR RODRIGUEZ BIERWERTH

viernes, 8 de mayo de 2015

LA RUTA DE LOS INMORTALES POR POP RADIO

Gracias COCO SILY y CARLA CZUDNOWSKY por sus comentarios de elogio para mi libro en el programa de hoy de "Código Sily" (de 13 a 16 hs por Pop Radio 101.5 FM). Según anunciaron además, próximamente leerán uno de mis cuentos al aire y sortearán entre los oyentes un ejemplar de LA RUTA DE LOS INMORTALES.

http://www.pop-radio.com.ar/

viernes, 6 de marzo de 2015

RESCATE EMOTIVO


 “¿Estamos en tiempo?”, preguntó Edu mientras manejaba aferrado a ese volante con el óvalo azul central por avenida Pavón mano a Capital. “Sí, dale tranquilo que sobra tiempo”, le contestó Beto desde el asiento trasero donde estaba sentado solo desparramado y mirando para afuera con naturalidad las caras de asombro de la gente de otros autos que, al ponerse a la par de aquel Falcon ´70 rojo imperial, trataban de mantenerse paralelos para sacarle fotos con los celulares. Algunos, quizá los más educados, pedían permiso a Edu para hacer sus tomas: “¿Te molesta si mi pibe se saca una fotito con el celu?”, le preguntó el conductor de una Eco Sport mientras el niño hacía lo posible por encuadrar su toma con un LG de 8 megapixeles que sacaba por la ventanilla.
   Desde el asiento del acompañante del Falcon, Diego resoplaba “Pfff ¡cómo están todos ahora con eso de las camaritas, y las fotitos! ¿Cuánto tiempo de sus vidas se la pasan con esa zanata de las fotitos de acá, de allá? ¡Qué boludez, por Dios!”. Mientras manejaba, Edu reflexionaba: “Es que les llama la atención un auto así. Mirá lo que son los autos de ahora, todos de plastiquito, parecen de juguete, ni ruido hacen”, y desde atrás Beto echaba leña al fuego: “¿Juguetes?, un Duravit era un juguete. Estos de ahora no son ni eso. A un Duravit lo podías tirar al piso, patear, te le podías parar encima y nada; no se rompía ni en pedo. Mirá, mirá lo que es eso”, agregaba señalando a un Clio Mio recién sacado de la agencia. “A ver, a ver… Renault. ¿Eso es un Renault? Un Renault era un Renault 12, un 18, que se yo… una renoleta. Pero eso ¿qué es?”. “Bueno, el Renuault 12 siempre fue feo”, lo interrumpió Edu. “Pará, que mi viejo tenía un Renault 12 de esos y se la rebancaba”, se defendía indignado Beto. “Bueh… está bien, pero esto es un fierro”, intervenía Diego golpeteando por fuera el techo del Falcon, y especificaba: “Seis cilindros, todo de fierro, mirate a vos, todo despatarrado ahí atrás. ¿Adónde vas a estar así?”. “Ok, ponete algo bueno en el estéreo”, cambió de tema Beto, que efectivamente estaba despatarrado. Ponete ese de Deep Purple, o el de los Rolling, que después en el boliche van a pasar toda esa música bailable de mierda. El de los Rolling mejor”, sentenció Edu desde su puesto de conductor. Y de inmediato Beto insertó el casete en el Pioneer que hizo clack! y empezó a sonar “Emotional Rescue” (Rescate Emotivo). Con la voz de Jagger de fondo el Falcon ´70 cruzó Puente Pueyrredón y comenzó a deslizarse por calles y avenidas de la Capital.
   Un auto clásico. Y tres amigos hablando temas livianos en una noche porteña de sábado. Algo tan simple y tan mágico como eso.
   Diego sacó la cabeza por su ventanilla de acompañante, y respiró el delicioso aire nocturno de la libertad. Dijo a sus compañeros: “Éramos tan felices, ¿se acuerdan?, y no lo sabíamos”.
   En un semáforo de la avenida Independencia se detuvieron a la par de un Chevrolet 400, que se veía impecable, con todos sus cromados, su techo vinílico, sus molduras originales y sus insignias de Super Sport. Adentro iban unos pibes que aparentaban no superar los 30 años. Ambas naves pisaron sus aceleradores en el lugar como esperando una largada, haciendo ruido con sus motores, y cuando el semáforo pasó a verde, en lugar de salir despedidos hacia adelante, los habitantes de los dos bólidos comenzaron a reírse cruzando miradas cómplices, mientras salían despacio en paralelo para poder hablar de auto a auto. Beto bajó la ventanilla trasera del Ford y les preguntó a los del Chevrolet: “¿Ustedes para dónde van?”. “A buscar a un amigo, y después para Saint Thomas”, les respondieron los del 400. “Nosotros igual, pero después nos volvemos para zona sur, Lanús” les dijo Beto con pulgar para arriba. Al llegar a la Avenida La Plata, el Super Sport dobló, y los muchachos del Falcon lo saludaron mientras lo veían alejarse. “Es lo que siempre digo”, reflexionaba Edu. “¿Escuchaste cómo sonaba ese Chivo? ¡Qué importa la marca!, ¡qué sonido, por favor!”. Beto desde atrás miraba el espejo retrovisor interno como para cruzar miradas con sus compañeros y susurró con una sonrisa irónica de esas que encierran secretos: “Saint Thomas, dijo…dijo Saint Thomas…”. “Sí, entendimos”, dijo Diego como cerrando ese tópico.
            Pocas cuadras más adelante un control policial constituido por un patrullero y varios uniformados de a pie les hizo señales con una linterna para que se detengan a un costado de la avenida. Los chicos detuvieron el Falcon prolijamente junto al cordón y vieron como el Oficial a cargo del grupo se les acercaba sonriente haciéndoles el saludo militar, llevándose la mano derecha a la gorra. Se apoyó en la puerta del conductor desde afuera, y mirando hacia el interior del auto le dijo a Edu: “No te preocupes, era solo para ver el auto… te felicito. ¿Cómo hacés para tenerlo tan original?”. Los muchachos respiraron aliviados a la vez que Edu contestaba: “Y…es un laburo, y guita y sacrificio y sacarlo solo para pasear los fines de semana”. En tanto una agente uniformada femenina se ponía detrás del auto y anotaba los datos de la patente. “Bueno, sigan, te felicito nuevamente”, remarcó el Policía, a lo que agregó: “Pero antes ponelo en marcha y dejame escucharlo un poquito”. Edu giró la llave, de arranque y pisó un par de veces el acelerador. Puso primera, le dijo buenas noches al uniformado y siguió su camino con sus dos amigos. Mientras el Falcon se alejaba, la policía femenina se acercó al Oficial y le dijo: “Estoy chequeando los datos de ese Ford…y por radio me informaron que es un vehículo siniestrado en 1989…un rodado que cayó al Riachuelo del lado de Provincia… donde murieron tres de sus ocupantes y solo se salvó uno. Aparentemente chicos jóvenes haciendo locuras con el auto…”, allí la Suboficial reflexionó: “¿No será un auto gemelo o algo así?”.
El vehículo en cuestión ya se había perdido en la noche de aquel sábado. El Oficial a cargo del puesto se sacó la gorra y rascándose la cabeza dijo en voz baja, mordiéndose los labios: “Y pensar que recién los teníamos acá… dejá, no digas nada. No pasó nada”. El oficio de quien sabe evitar problemas.
Al llegar a la avenida Díaz Vélez, minutos más tarde, Beto preguntó: “¿Cómo venimos de tiempo?”. “Bien, bien”, contestó Diego mirando su reloj pulsera.
Estacionaron frente a la puerta principal del Hospital Durand. En el piso de terapia intensiva, el Cuerpo Médico acababa de decretar la muerte clínica de un hombre de 50 años, que venía acarreando problemas cardíacos, sin parientes que lo hayan acompañado en esa instancia final. El Jefe del equipo de profesionales de la salud le dijo al grupo a su cargo: “Hicimos todo lo posible por este… Bruno… como se llame. ¿Alguien para darle la noticia?”. “Negativo”, le contestó uno de los doctores del recinto con una planilla en sus manos, “En la ficha figura como divorciado. No sabemos si tenía hijos. Se presentó solo”. El cardiólogo en jefe agachó la cabeza haciendo un gesto negativo a la vez que reflexionaba en voz alta: “Qué triste morir así, tan solo sin que nadie venga a buscarte”.
Los médicos se equivocaban. Solo sacaban conclusiones erróneas frente a un cuerpo inerte. Bruno –o el Tano, para los amigos– bajó a la carrera las escaleras del hospital. Y una vez que llegó a la puerta, salió a la vereda y allí los vio. Sus tres amigos de siempre estaban apoyados en el Falcon 70 resplandeciente como nunca, esperándolo para una nueva noche de parranda y aventuras.
“¡Por fin, Tano querido!”, le gritó Edu con los brazos abiertos. Bruno corrió a abrazarlos y los cuatro compinches de toda la vida volvieron a ser inseparables. Entraron al Ford, que Salió quemando cauchos,  haciendo tronar ese seis cilindros nuevamente hacia zona sur. “¡Vamos todos para La Casona a festejar!”, gritaba Beto sentado atrás ahora con Bruno a su lado. “Ya son más de las dos de la mañana y recién se empieza a poner bueno. Dale, poné de nuevo ese de los Rolling”. Y todos rieron como no lo hacían juntos desde 1989.
Existe un plano donde la amistad es más fuerte que la muerte, donde un Falcon Deluxe 70 espectral puede ser visto surcar la noche de un sábado. Y donde La Casona y Saint Thomas nunca cerraron.
Rescate emotivo.

                                    Por César Rodríguez Bierwerth