HISTORIAS DE LA CIUDAD, LA NOCHE, LOS AUTOS Y LA RUTA

HISTORIAS DE LA CIUDAD, LA NOCHE, LOS AUTOS Y LA RUTA

"Ya he escrito toda la carretera. He ido rápido porque la ruta es rápida. Es sobre tí, sobre mí y sobre el camino"
(Carta de Jack Kerouac a Neal Cassady fechada el 25/5/51)





viernes, 28 de diciembre de 2012

FELIZ AÑO


No suelo usar este espacio para saludos de fin de año y cosas por el estilo, pero en esta oportunidad pensé que sería bueno para achicar la distancia con los seguidores de mi Blog, mantener el contacto e informar novedades para el 2013.
Ante todo debo agradecer todas las visitas que día a día me dan fuerza para seguir adelante con mis publicaciones en Lanochedelachevy y me llenan de orgullo. Gracias por los comentarios que llegan todo el tiempo desde todo el país con motivo de cada uno de mis trabajos. Hacen que sienta que se valora lo que hago y dan la sensación de estar rodeado de Amigos.
Les comento que para este 2013 que está por comenzar, está prevista la salida de mi libro LA RUTA DE LOS INMORTALES aproximadamente para los meses de MARZO O ABRIL. El material está listo desde hace meses, y son 20 cuentos con índice, biografía, alguna foto, etc; pero por problemas de costos de la editorial de TC Urbano, no se pudo lanzar para fines de este año como estaba previsto. Y como comercialmente los directivos consideran que Enero y Febrero no son meses fuertes por las vacaciones, me informaron recientemente que la salida sería recién a comienzos del otoño del año que está por comenzar, pero seguramente el libro saldrá y serán unos 3000 ejemplares al menos de venta en kioscos de todo el país. Es un proyecto grande y encarado con seriedad.
Yo por mi parte pienso seguir enriqueciendo este espacio con cada cuento, video o proyecto musical que me proponga. En ese sentido, mis cuentos siguen apareciendo tanto aquí como en cada número de la revista TC Urbano. Sigo imaginando nuevos videos con especial dedicación no solo en las historias, sino en selección de imágenes, grabación del relato hablado y fondos musicales para darles más poder. Para este 2013 pienso compaginar un nuevo video que es la continuación de uno de los cuentos más queridos y comentados de este Blog que luego daré a conocer.
También he comenzado a componer algunos temas cercanos al hard rock y el metal que estamos armando con un guitarrista que se ocupa de la música en tanto yo hago las letras en inglés o castellano según la estética de cada composición en particular para luego grabarlos con una banda para la cual probaremos algunos músicos más que se ocuparán de bajo y batería.
Todos mis trabajos siguen siendo a pulmón lo cual me implica horas, dedicación y a veces dinero, pero siempre es un placer invertir un tiempo en lo que uno realmente siente.
Mis historias de la noche, la ruta y los autos clásicos nunca se detendrán y seguirán por lo tanto en forma de cuentos, música y videos. Gracias a toda la gente que en cada Encuentro de autos o cada ruta se acerca para expresarme su reconocimiento hacia mis trabajos, sacarse fotos conmigo, etc. Y gracias por saber apreciar lo que hago y compartir el sentimiento de esta pasión.
Les deseo a todos mucha suerte en sus propios sueños y proyectos personales.
Sigan junto La Noche de la Chevy.
CÉSAR.

jueves, 22 de noviembre de 2012

LA MARCHA DE LOS TEMERARIOS


Aún recuerdo a Los Temerarios. Pertenecieron a esa generación de juguetes que pudimos disfrutar quienes fuimos niños hacia fines de la década del setenta, y fueron contemporáneos de otras maravillas de aquella época como los indestructibles autos Duravit, las ballestas Codel y las bombitas de agua Bombucha. En aquellos mágicos días donde aún teníamos una industria nacional que fabricaba juguetes. Puedo recordar que cuando vi la propaganda de Los Temerarios en televisión, sentí unas irresistibles ganas de tener uno y atormenté tanto a mi madre con eso que no tuvo más remedio que comprármelo. Eran unos muñecos de casi 30 centímetros de alto con uniformes, armas y equipos de soldados que eran intercambiables y tenían articulaciones en los brazos y piernas. Venían en dos versiones: una más económica donde el muñeco se presentaba en un estuche de su mismo tamaño con un solo uniforme verde militar y una pistola símil Colt Government 1911 calibre 45, y otra versión más cara en la cual el Temerario aparecía en una enorme caja que incluía además de eso, una ametralladora de pie con su trípode, otro uniforme alternativo, y hasta una trinchera de plástico gris. Demás está decir que a mi me compraron la versión barata, pero aún así yo era feliz con mi soldado de plástico.
Me compraron mi Temerario si mal no recuerdo para una navidad, quizá reyes, al comienzo de un verano en definitiva. Y fue por excelencia mi juguete oficial de aquellas vacaciones. Por su tamaño –casi tan alto como una botella de gaseosa familiar- era algo incómodo para conseguir enemigos naturales y/o compañeros de aventuras, por lo que no era compatible ni con mis autitos Matchbox ni con mis soldaditos del Afrika Korps que le quedaban infinitamente pequeños. Tampoco podía luchar contra mi colección de dinosaurios a quienes ridículamente también superaba en dimensiones físicas. Por todo ello, el Temerario estaba destinado a vivir aventuras solitarias, pero al mismo tiempo apasionantes, dado que actuaba dentro de selvas (jardines) y desiertos (areneros) naturales.
Al igual que los autos Duravit era un verdadero todo-terreno casi irrompible. Aquel enero lo llevé a la quinta de mis abuelos en el Delta y allí cumplió exitosamente misiones anfibias, escalando la higuera y saltando al río desde la escalera del muelle. Claro que en el guion imaginario que yo improvisaba para sus andanzas, la higuera era parte de la vegetación amazónica y aquel manso rio no era tan manso y estaba plagado de pirañas.
Al mes siguiente nos fuimos de vacaciones a Córdoba con mi familia a un hotel que quedaba en La Falda, y allí el Temerario encontró en las sierras y cascadas muchos nuevos escenarios para sus peligrosas misiones de combate. De vuelta en Buenos Aires, advertí que varios de mis mejores amigos del barrio habían recibido como regalo de navidad/reyes a sus propios Temerarios, lo cual hizo que por fin nuestros heroicos muñecos se encontraran con sus compañeros de grupos comando para nuevos desafíos, ahora por las veredas y balcones de La Boca, desde donde descendían con cuerdas haciendo “rappel”.
Con mis amigos realmente considerábamos que nuestros Temerarios estaban un escalón por encima del resto de nuestros juguetes ya que no se parecían a nada y eran una constante invitación a imaginar historias de acción que vivíamos con ellos.
Los Temerarios vivieron así, a nuestro lado su época de gloria por aquellos días.
Hasta que un día la sociedad de consumo nos asestó un durísimo golpe con la aparición de “Joe”. Con la apertura de las importaciones del por entonces Ministro de Economía Martínez de Hoz, llegó al país una verdadera invasión de productos importados de toda índole que hizo estragos en la industria nacional. En ese marco el mercado local de automóviles por ejemplo, se vio conmovido por la irrupción de autos asiáticos, y aprendimos a pronunciar palabras como Toyota o Mitsubishi. Aquellos nuevos autos japoneses creaban en muchos la sensación envenenada de que los Falcons, 404’s, o Torinos de nuestras familias comenzaban a verse toscos y obsoletos. Los nuevos automóviles importados consumían menos combustible, eran ágiles, con tableros llenos de lucecitas de colores…¡en verano no te morías de calor entre las pesadas carrocerías de chapa de los viejos carros nacionales! ¿Quién no querría entonces un Mitsubishi? Hasta los verdaderos clásicos que se seguían fabricando en esos días como el Torino debieron cambiar el diseño de sus tableros para emular a sus nuevos competidores orientales. La Chevy debió volverse “Opus” para comenzar a ofrecer confort, cuando pocos años antes, la primera Serie 2 había priorizado lo deportivo. Así, la generación más gloriosa de autos argentinos, briosos pura sangre de fuego y metal, comenzó a domesticarse al triste punto de llegar a la partida de la General Motors del país en el ’78.
Pero volvamos a “Joe”. En pleno auge de apertura indiscriminada de las importaciones, llegó al país “Joe: El Super Temerario”. Las tandas publicitarias de Carozo y Narizota y Scooby Doo se llenaron de propagandas de este nuevo producto que no era ni más ni menos que una versión más avanzada de nuestros ahora “viejos” Temerarios. Joe venía con muchos más accesorios y uniformes intercambiables: de buzo, de infantería de montaña…Joe era articulado además en codos y rodillas a diferencia de nuestros muñecos de generación anterior a los cuales muchos comenzaron a llamar “temerarios duros” por tener menos movilidad; y este nuevo personaje se caracterizaban sobre todo por tener una suerte de barba candado y pelo castaño de una especie de felpa o gamuza más bien áspera que le daba algo más de realismo a su apariencia y textura, y lo diferenciaba a primera vista del anterior modelo como el mío que no tenía barba y tenía el pelo pintado.
Obviamente la mayoría de los chicos comenzó a preferir a Joe y los Temerarios anteriores comenzaron a venderse cada vez menos. Encima el muy jodido en su presentación en caja venía con aquella maldita inscripción: “Super Temerario”, lo cual semánticamente lo volvía superior al simple “Temerario”.
Así con el tiempo, los niños de mayor poder adquisitivo del barrio comenzaron a pavonearse en las plazas y veredas con sus “Super Temerarios” mientras que a mi viejo aventurero de plástico se le despintaba el pelo y se le desteñía el color verde de su uniforme.
Aún así, yo siempre miré con cierta desconfianza a ese “Joe”, que con su barbita candado prolijamente cortada y su pelo de gamucita me parecía medio gay. No me daba la imagen de guerrero que un supuesto soldado debía tener, y con ese corte de barbería y sus múltiples uniformes intercambiables, bajo mi óptica se asemejaba más a un Village People que a un combatiente de junglas y trincheras.
Como suele suceder, fue el paso del tiempo el que se encargó de poner las cosas en su lugar y en menos de un año, las frágiles articulaciones de los codos y las rodillas de los Joes comenzaron a vencerse y la felpa de sus barbas y cabezas empezó a despegarse, dándole poco a poco a esos muñecos un aspecto de muertas marionetas decadentes con los brazos colgantes e incapaces de mantenerse en pie. En tanto mi viejo y despintado Temerario nacional se mantenía firme, y hasta sus heridas parecían dignificarlo.
Algo muy parecido comenzó a ocurrir con los autos japoneses que habían entrado al país en aquellos años, que con el tiempo empezaron a deteriorarse y destartalarse en los baches y ásperos caminos argentinos que poco tenían que ver con las perfectas carreteras del sol naciente donde habían sido concebidos. Todo ello, frente a la seria mirada del Falcon de mi abuelo, que los miraba con la solemnidad inconmovible de los productos nobles y hechos para siempre.
Y luego fueron pasando los años, y las décadas, y los gobiernos; y la primaria, y la secundaria, y la facu, y los trabajos y las ciudades, y las mujeres y las mudanzas. Sabe Dios donde habrá ido a parar mi soldado de la infancia.
Hoy en día, aquí a la distancia, no sé que será de tu vida, mi querido Temerario compañero de mil batallas imaginarias en la selva, el desierto y las montañas. Pero donde quiera que estés, me paro en posición de “firmes” y te saludo con respeto. Desde que dejé de verte he vivido otras aventuras que algún día me gustaría contarte. Hoy manejo un auto fabricado en aquellos años de gloria en los que vos también naciste. Y te sentirías orgulloso de aquel chico con quien jugabas, si me vieras cuando salgo a la ruta con mis amigos en sus Chevrolets 400, Torinos y Chevys. El sol nos pega de frente y nuestros autos de hierro nos transmiten ese calor que solo conocemos los caballeros de armadura. Si algún sintético auto moderno pasa a nuestro lado con su aire acondicionado y sus componentes de plástico, yo simplemente lo miro de reojo, así como en tus tiempos miraba a Joe.
De vez en cuando nos alejamos de la ciudad y nos adueñamos de los caminos en eternas caravanas de “Hombres-Niños-Soñadores” con motores que rugen como marchas militares de victoria.
Ejército de Temerarios.

Por CÉSAR RODRÍGUEZ BIERWERTH

jueves, 27 de septiembre de 2012

EL AUTO FANTASMA

Al sur de Córdoba, desde el altillo de su casa, Guillermo observaba la carretera hasta altas horas de la noche. Su madre le decía: “andá a dormir que ya es tarde”, y el le contestaba “ya voy, ya voy”, pero se quedaba un rato más repitiendo en voz baja para sí mismo: “ya la voy a ver pasar”.
Extraños testimonios y reportes que daban referencias de un hecho casi sobrenatural, llegaban en forma coincidente desde varios lugares del país. La situación descripta no parecía tener lógica ni por su naturaleza, ni por la simultaneidad cronológica de los relatos.
Un trabajador rural de la Provincia de Santa Fe, el encargado nocturno de una estación YPF de una ruta patagónica, un vendedor de pelotas de plástico en la entrada de Bell Ville, dos policías bonaerenses en un móvil oficial por ruta 8, un puestero que vendía naranjas en las afueras de San Pedro. Todos señalaban lo mismo. Una coupé Dodge GTX circulaba por la ruta absolutamente vacía, sin siquiera conductor al volante.
El acontecimiento aparentemente irreal despertó con el tiempo la curiosidad de parte de la prensa. Un automóvil de la década del ´70 surcando los caminos sin chofer parecía poco menos que una historia de “La dimensión desconocida”. Un elemento llamativo era también el hecho de que quienes afirmaban haber visto a ese auto, sostenían haberlo observado pasar a la misma hora de la misma noche en puntos tan distantes como Salta o Rio Negro. Así fue como diversos programas periodísticos, luego de recopilar testimonios de campesinos y lugareños que afirmaban haber avistado a la coupé, comenzaron a enviar a sus noteros a esas mismas locaciones en un fenómeno mediático que a muchos les recordó aquellos informes de José de Zer en Nuevediario buscando extraterrestres cuando inmortalizó su frase “¡Seguime, Chango!”. De tal manera los medios sensacionalistas comenzaron a referirse al fenómeno como el caso de “El Auto Fantasma”, y se volvió habitual ver en los informativos de la tarde a sujetos que desde arriba de un tractor o montados a caballo juraban que la noche anterior habían escuchado rugir un motor en el silencio de la oscuridad, y al mirar la ruta constatar que se trataba de una GTX negra sin nadie adentro de su habitáculo. El misterioso automóvil jamás estaba detenido ni cargaba nafta, solo lo veían pasar a altas velocidades.
Desde ya que para la gran mayoría de la gente que consumía los informes televisivos y de diarios sensacionalistas, todo ello no era más que un mito que nada tenía de realidad. Y la creencia generalizada del común de la población era que aquella pobre gente que jamás hubiese tenido una cámara de TV enfrente, no tenía más que llamar a los noticieros jurando haber visto al “auto fantasma”, para transformarse aunque solo sea por un día en una celebridad local. Sus cinco minutos de fama.
Con el correr de las semanas y ante la falta de evidencia en fotos o imágenes filmadas que registren el paso de la GTX, todo aquello dejó de ser noticia para los medios y si bien cada tanto se sumaba algún testimonio nuevo de avistaje, las cadenas de TV y los diarios dejaron de cubrir el fenómeno que para casi todo el mundo nunca dejó de ser una fantasía destinada a llenar espacios vacíos de los noticieros. Es simple: la gente no cree en aquello que no ve.
Muy lejos de todo ese brillo mediático, en un pueblo del sur de Córdoba llamado Alejo Ledesma, había alguien que no perdió su fascinación por todo lo relacionado con la coupé fantasma. Guillermo vivía solo con su madre y un perro sin raza llamado Piluso en esa pequeña localidad. Cuando 30 años antes Guillermo nació sin sus extremidades superiores por una enfermedad congénita, su padre los abandonó a él y a su mamá y nunca más volvió por Alejo Ledesma. El hecho de no tener brazos nunca hizo que Guille se sienta una víctima y desde pequeño siempre había mostrado gran interés por sus dos pasiones: la pintura y los autos clásicos. Así fue como aprendió a pintar con la boca y desarrolló una excelente técnica que hizo que muchas de sus obras sean incorporadas al catálogo de asociaciones de “pintores sin manos” que lo sabían incluir en sus calendarios anuales. Ya sea con tinta china, témpera, acuarela, acrílico u óleo, la temática recurrente eran aquellos autos que tanto lo fascinaban. Las paredes de su cuarto estaban pobladas de sus obras que graficaban con maestría las figuras de Torinos, Chevys, Falcons, camionetas y sorprendentes Hot Rods. El poco dinero que ganaba con sus trabajos ayudaba a la austera economía doméstica, sumándose a lo que ganaba su madre que trabajaba en el bufet de una de las estaciones de servicio de la entrada del pueblo, desde donde le llevaba a su hijo cuanta revista saliese con fotos de aquellos autos que Guille amaba para que luego el los copie en sus cuadros.
Guillermo no salía demasiado de su casa, pero volaba con la imaginación desde el altillo con vista a la lejana ruta. Quizá se imaginaba a sí mismo manejando con fuertes brazos alguno de esos autos que veía pasar a gran velocidad.
Una noche mientras cenaba con su madre, le dijo: “hoy no me pidas que apague la luz del cuarto. Tengo que terminar mi obra maestra”, y se echó a reir. Su mamá lo miró al perro Piluso que estaba sentado al costado de la mesa como siempre esperando ligar algo de comida, y exclamó: “hasta el perro ya se lo imagina, estás pintando al auto fantasma ese que salía en los noticieros, algo imposible, un auto que andaba sin conductor”, a lo que Guille respondió: “claro, tan imposible como un artista plástico que pinta cuadros sin tener manos…ja ja, pero esta noche seguro que lo termino”. Así que luego de cenar, el muchacho cordobés subió al altillo y a eso de las 2 de la mañana dio sus pinceladas finales a su cuadro de una GTX negra que levantaba polvareda por una carretera.
Cuando por fin puso su firma sobre el lienzo con el pincel apretado entre sus dientes, Guillermo sintió que Piluso ladraba y corría hacia la puerta de la casa. Segundos después comenzó a escuchar que desde la vereda provenía el inconfundible sonido de un motor V8 regulando. Se asomó a la ventana de su cuarto y bajo las estrellas de esa noche vio algo que había soñado por mucho tiempo: una majestuosa Dodge GTX negra que brillaba bajo la luna justo en la puerta de su casa, detenida pero con el motor en marcha. Sus pulsaciones se aceleraron y bajó corriendo la escalera hasta la puerta de calle mientras su corazón palpitaba y su cuerpo transpiraba como nunca antes. Con su rodilla izquierda abrió la puerta y su perro salió de la vivienda antes que el. Una vez en la vereda se detuvo frente a la figura que acababa de plasmar en un lienzo y ahora veía en vivo y en directo: el auto fantasma que regulaba como una sinfonía con su motor V8 mexicano.
Tal como Guillermo intuía, nadie se encontraba en la coupé, que ronroneaba en el lugar con las luces encendidas. Las lágrimas comenzaron a asomar en los ojos del joven artista cordobés, y en voz baja mirando los brillantes faros delanteros del Dodge como quien mira a un amor largamente esperado le dijo: “sabía que existías”.
La enorme y pesada puerta izquierda del auto hizo clack y se abrió sola, con solemnidad, invitando a Guillermo a subir. El muchacho sin brazos no lo dudó ni un instante. Entró a la GTX y se sentó al volante en la mullida butaca principal. La puerta se cerró con perfección. Dentro del vehículo Guille lo miró a Piluso que observaba la escena desde la puerta de la casa y le dijo: “cuidá de mamá hasta que yo vuelva”.
Las inmensas ruedas traseras de la coupé traccionaron y en pocos segundos el auto fantasma y su conductor se perdieron en el nocturno horizonte de la ruta 8.
Pocos segundos después la madre de Guille recién levantada, salió a la vereda y solo vio unas marcas de cubiertas en el asfalto como si hubiese habido un burn out en la mismísima puerta de su casa. El perro Piluso la miraba como queriendo explicar lo sucedido, pero no hizo falta. La mujer subió al altillo en el cual solía pintar su hijo y sobre la mesa de trabajo vio una pintura reciente en la cual se veía a una Dodge GTX conducida por un joven de brazos musculosos que mordía un pincel y sonreía de costado.
De allí en adelante la encargada del bufet de la estación de servicio de Alejo Ledesma se dedicó a recopilar recortes periodísticos aparecidos en diarios nacionales y en internet que daban cuenta de un artista argentino que exponía sus obras en los mejores museos de arte del mundo, el MoMA de New York, el Reina Sofía de Madrid, el Pompidou de París entre otros. En la caja de ahorros de aquella señora, mes a mes se acreditaban sumas de dinero que ella jamás hubiera imaginado provenientes de giros bancarios internacionales. Y reporteros de todos los medios comenzaron a acercarse hasta el pequeño pueblo cordobés para entrevistar a la madre del artista plástico del momento.
Así, con el tiempo, aquella dama dejó de trabajar en la estación de servicio para transformar su casa en un museo de arte donde “pintores sin manos” de todo el país exponían sus obras. En el viejo altillo de la vivienda, transformada ahora en centro cultural, se expone la obra más fotografiada por los visitantes: “El Auto Fantasma”.

Por César Rodríguez Bierwerth
*Dedicado a los artistas de la AAPBP (asociación de artistas pintores con la boca y el pie) y a todos aquellos que a pesar de las dificultades esperan a su Auto Fantasma para alcanzar sus sueños.

sábado, 18 de agosto de 2012

STONES Y BAFICIS


“Nos habían contado que Buenos Aires era la ciudad que nunca duerme, y esa noche lo entendimos todo” (Campino de Die Toten Hosen)

Veo los rostros marcados de los Rolling Stones en las páginas de una revista y confirmo que no he vivido equivocado. La mirada profunda de Charlie Watts no miente, tampoco el nido de caranchos de Ronnie, ni los jeans chupines de Richards. Tampoco la inmensa sonrisa de Jagger necesita mayores explicaciones, el tipo con sus casi setenta puede estar con las chicas más bonitas de la mitad de mi edad y aun así parecer más joven que ellas, ya que el seguirá rockeando cuando esas nenas decidan sentar cabeza, formar una familia y luego morir. ¿Y todo eso por qué?: porque ellos son el puto rockanrol, ni más ni menos.
Recuerdo que siendo casi un niño me fui a comprar “Tattoo You” a comienzos de los ochentas. Fue uno de mis primeros casetes: un lado fuerte, un lado lento. Por motivos personales ese sigue siendo mi disco favorito de los Stones, que por una cuestión generacional llegó a mi vida en aquella década dorada en la que descubrí que la música podía salvar mi existencia. Y eso no porque fuese a ganarme la vida con ella, sino por algo mucho más importante: porque el rock me daba fuerzas en mis momentos difíciles, me hacía soñar y me invitaba a salir a buscar la aventura misma.
Todo eso no ha cambiado. La foto de Mick y compañía en la revista me lo confirma. Con esos otros tres viejos zorros mirándome como en una invitación a zapar un tema con ellos o a tomar unas cervezas. Me observan como pícaros rufianes diciéndome que la noche aún no se termina y que lo mejor está por venir. “It´s only rock´n´roll but I like it” dice uno de sus mejores estribillos, tan simple como contundente.
Esta tarde tengo que encontrarme con unos amigos en el Picódromo para ver los “300 Libres”. Salgo temprano y no pienso ser de los primeros en llegar, así que mientras bajo por Corrientes cuando llego a la altura del Shopping Abasto decido estacionar una cuadra más adelante sobre la izquierda para tomar un café en el Havanna de la planta principal. Cuando entro veo que el hall central está como atiborrado de hamsters: ha comenzado el Bafici, el Festival de Cine Independiente de Buenos Aires.
Como todos los abriles –a veces marzos– el Abasto Shopping se atiborraba de pendejos esmirriados y de nenas faltas de buen sexo que lucían enormes anteojos de distintos formatos. Anteojos innecesarios en la mayoría de los casos desde lo óptico, o visual, pero que hacen a la presentación del personaje que representan: el jovencito cool, estudiante de Dirección Cinematográfica, que entiende de cine iraní, o birmano y rechaza –desde luego– todo aquello que venga de Hollywood. Allí andan por el hall del centro comercial como incontables ratitas con sus programitas y sus grillas de 500 películas con sus horarios y números de sala. Tratan de no pasar inadvertidos, de ser vistos en el gran espacio central del Hoyts sentados en los bancos largos, a veces en el piso; consultan entre ellos cuchicheando si tal o cual director pakistaní es el mismo que el año pasado presentó un largometraje filmado con una sola cámara estática y con 2 horas de diálogo en una habitación. Estos chicos lucen con un extraño orgullo unas remeras con estampados de personajes de juegos de computadoras (no veo ninguna de Sid Vicious ni de AC/DC) que indican su pertenencia a la cultura de los nerds o los geeks. Los muchachitos dan mil vueltas para acercarse a la chica de al lado y apoyan sus deditos en el programa para preguntarles si los horarios coinciden, aclarando que el año que viene ya se recibirán de directores. Llevan morrales o mochilas con nada adentro y usan carísimos celulares de pantalla táctil que aún no aparecieron ni siquiera en Japón, lo cual hace un patético contraste con sus camperas, bufandas y gorros de lana de vicuña del altiplano. Todos ellos dicen que Mel Gibson es un grasa y que Tinelli es lo peor que le pudo pasar a la Argentina. Conocen la música de los años ochenta porque la vieron en Youtube y hablan un inglés sin fallas semánticas pero con acento de Serrano y Honduras.
Pienso que el día que se reciban de directores, por más que el gobierno les asigne un presupuesto de cien millones de dólares, estos malcriados jamás filmarían una película tan buena como “Corazón Valiente” por más que critiquen a Gibson. No saben nada de la noche, ni de la calle, ni de autos, ni de violencia, ni de sexo, ni de nada. Un viejo profesor mío de artes marciales que solía desparramarme a patadas me decía que en la calle hay “predadores” y “presas”. Y esta fauna del Bafici está básicamente constituida por presas indefensas. El mundo ha sido piadoso con ellos. No conocieron los tiempos duros.
Estos nerds que hoy mariconean con sus programitas por el hall del Hoyts deberían honrar la gloriosa tierra del Abasto. Hace unos veinte años aquí enfrente había verdaderos templos como Babilonia. En lugares como ese se generaron los primeros pogos de Buenos Aires que eran bastante salvajes por cierto. Se escuchaba a los Redondos, a los Pistols, a los Ramones. Allí siempre había violencia de la buena, con botellas rotas, sangre y policías que entraban a pegar en serio con las tonfas y llevarse a los pibes de los pelos. En los alrededores del viejo mercado de abasto abandonado –ese al que el pelado Luca le cantó como nadie– convivían bailantas tropicales y tugurios de rock bien duro, y esa convivencia solía no ser pacífica, así que tenías peleas en los boliches y luego en las calles donde se olvidaban las internas y luchabas por tu tribu.
Es que ese barrio, y otros rincones de la ciudad como San Telmo resumían la parte ruda de los ochentas y noventas. Vivir intensamente te llevaba al otro lado, como a Miguel Abuelo, a Federico Moura, o al propio Luca. Aquella generación dorada que tanto extraño. “Debajo del puente hay que aprender a moverse, los errores se pagan eternamente” decía una letra de un antiguo tema de Ariel Roth, mucho antes de que estuviese en Los Rodríguez. Antes de que Abasto fuera un shopping esas calles eran un maravilloso territorio comanche donde vivías al límite y la cerveza era baratísima (y todos sabemos lo que eso significa). La técnica –pensábamos- era no beber demasiado porque eso te quitaba inhibiciones, reflejos y estabilidad. He visto caer al piso a sujetos como árboles hachados con la cara contra el asfalto a dormir unas siestas que hubiesen podido evitar estando más frescos. Una Coca y café te mantenían mucho más rápido y conectado que aquellas jarras de cerveza de dos litros que se compraban por pocos pesos –o Australes- y que venía en unos inmensos baldes de plástico.
Vuelvo a mirar a todas las criaturas del Bafici en su histérico hormigueo masivo con sus programitas, y veo una vez más esos sweaters con imágenes de llamas y vicuñas. En los tiempos de viejo Abasto, reflexiono, no hubiesen sobrevivido. Otros mucho mejores de su misma edad, o más chicos aún, hace 30 años morían en Malvinas.
Termino mi café Havanna y vuelvo a salir a Corrientes donde la Chevy me espera silenciosa en la vereda. Entro y cierro su puerta pesada y de hierro. Debo ajustar el apoyabrazos de mi lado que está a punto de desprenderse. Todo lo que necesito es un destornillador. Le doy arranque al 350 y con la primera acelerada en el lugar el V8 ruge. Los “baficis” que siguen entrando al shopping miran a mi auto como espantados y se tapan los oídos. Intuyo que son de los que prefieren alguno de esos autos eléctricos que no contaminan el medioambiente y les contaminan el alma, ya que nunca los llevarán por las rutas de la libertad.
Manejo con destino a la autopista y me dirijo al Picódromo en Camino de Cintura, donde voy a encontrarme con amigos en los “300 Libres”. Prometieron que llevarían mate y facturas.
Un rato más tarde llego al “Pico” y estaciono en la zona de boxes. Unos sujetos llegan en un viejo Falcon de faros redondos. Paran al lado de mi Chevy, se bajan y se me acercan. Uno de ellos –gordo y con gorrita de Ford- sin mediar presentación me da la mano con un afecto propio de mis mejores amigos de la vida y mirándome a los ojos me dice: “vos sos César, el de los cuentos y los videos”. “Si”, le digo. El tipo se golpea el corazón con el puño cerrado diciendo: “me conozco las palabras de memoria” y entona sacando pecho: “Se dice de una raza de inmortales…los halcones estaban allí, cuestión de códigos”, de repente hace una pausa y me dice emocionado: “gracias por expresar este sentimiento”. Le agradezco sus palabras y se despide rumbo a la pista a ver las tiradas mientras me saluda con pulgares para arriba.
Algo debo haber hecho bien, pienso, para lograr conmover a un hombre tan rústico como ese que se aleja y me sigue saludando. Nunca lo había visto en mi vida, lo percibo como un hermano.
De repente me sobresalta el sonido furioso de las Chevys de mis amigos Emiliano, Ariel, Bruno y Diego que entran a boxes pisando los aceleradores. Les hago señas de que estacionen cerca mío, todavía hay lugar. Segundos más tarde del baúl de uno de los chivos, uno de los muchachos saca unas sillas plegables, otro trae un paquete con las facturas envueltas en papel blanco de panadería. Mientras nos vamos sentando entre los autos comenzamos a planificar nuestra próxima salida a la ruta, quizá San Pedro, quizá Rosario, quizá Salto. Comienza a anochecer en el gran estacionamiento del Picódromo al costado de la pista. Los motores enfierrados braman cerca de nosotros, y hablamos de autos americanos, de chicas, de tours por la carretera y de los Rolling Stones.
It´s only rock´n´roll but I like it.

Por César Rodríguez Bierwerth


viernes, 18 de mayo de 2012

MI PRIMER LIBRO

Están avanzadas las gestiones para que en pocos meses aparezca mi primer libro "LA RUTA DE LOS INMORTALES" que incluye todos mis cuentos publicados en este Blog y también en la Revista TC URBANO hasta el momento. "Manifiesto", "El Valiant y el Molino", "Atrapasueños", Las "Cruzadas", y muchos más en un solo volumen para aquellos que los quieran tener y guardar en formato LIBRO con buen arte de tapa, etc. Si todo va bien estará antes de la primavera en todos los kioscos de revistas del país como una publicación independiente auspiciada por TC Urbano. En cuanto esté disponible, también lo anunciaré aquí en mi blog.

viernes, 27 de abril de 2012

"ATRAPASUEÑOS" Por César Rodríguez Bierwerth


Esteban recordaba a Daniela con la soleada luminosidad con que se recuerdan los veraneos más felices del pasado. Llegó a amarla como se ama a esas mujeres respecto de las cuales se guardan pequeñas fotos de rollo reveladas a las que les hablamos cuando estamos en soledad. En su corazón conservaba imágenes donde ella le sonreía al costado del mar bajo las estrellas de un lejano enero. Por ella había derramado lágrimas que ni sus más íntimos conocían. Y por ella había sido feliz alguna vez, tanto como para no olvidarla y nunca más volver a enamorarse.

En el ya lejano verano del `97, Esteban se había ido de vacaciones con tres de sus mejores amigos en un desvencijado Dodge 1500 por toda la costa, parando en carpa en los campings de las diferentes ciudades balnearias que iban tocando. San Clemente, Las Toninas…Santa Teresita; alguna otra. Fue justamente en Santa Teresita donde Esteban conoció a Daniela. Ella era de allí precisamente, a diferencia de el y sus amigos piratas que eran de Valentín Alsina y se encontraban en un raid costero cuyo fin era ganarse a cuantas chicas bonitas pudiesen a su paso –objetivo cumplido apenas pobremente atento el escaso número de presas obtenidas y la baja calidad de las mismas en general-.

Pero en aquel dorado veraneo, en la escala de Santa Teresita se terminó produciendo lo inesperado, y entre tanta ruta, camping, playa y cerveza, Esteban conoció a Daniela en una fiesta en la playa donde pasaban a los Cadillacs, Los Pericos y los Decadentes. La música, claro, no era de lo más romántica en aquel evento nocturno del verano del ’97, pero mientras sus amigos inventaban guarangadas para susurrar entre ellos al paso de las chicas, Esteban hablaba algo más allá con Daniela sentados sobre un médano algo alejado. Hablaban de sus películas favoritas, de sus sueños, de sus proyectos, sus ilusiones, y encontraban tontas coincidencias que, al lado del mar parecían mágicas: “¿así que tu peli favorita es Drácula de Bram Stoker? ¿la de Coppola? ¡No te puedo creer!, ¡la mía también!” Ella abría sus enormes ojos asombrados “Y no me digas que tu canción favorita es esa que aparece en la película: Canción de Amor para un Vampiro, la que canta Annie Lennox, porque me muero” y ante la nueva concomitancia los dos se reían hacia arriba como festejando a las estrellas. Luego se besaron, no una sino muchas veces y Esteban sintió que su vida de muchacho suburbano tenía al fin sentido y que sus días de soledad habían terminado para siempre. Sus amigos borrachos que lo veían desde lejos le hacían gestos obscenos con sus manos y movimientos pélvicos como para que apurara el trámite, pero el enamorado los ignoraba. Aquellos besos con esa mujer que sentía había esperado toda la vida, eran lo mejor que jamás le había pasado y experimentaba una plenitud infinita, en armonía con la brisa marina de la noche más dulce de su existencia. Era Santa Teresita, claro, pero para el chico de puente Alsina era la más paradisíaca playa nocturna del caribe.

Cuando por fin el sol comenzaba a salir y todos empezaron a irse de la playa, ya con los primeros acordes de “I am waiting for your love”, uno de los amigos de Esteban se acercó tímidamente hasta el médano para decirle: “nosotros nos vamos para el camping, ¿venís?”. Esteban hizo un gesto confundido, pero en seguida Daniela, muy correcta, lo miró a los ojos y le hizo un Si con la cabeza. Había terminado la noche. En voz baja arreglaron para verse al otro día. Ella le dijo al oído su dirección y el no la olvidaría por nada del mundo, así que se levantó de la arena, le extendió su mano a su princesa para que se pare y juntos volvieron hacia los toldos del D J y la barra de los tragos con la música en fade out. Había salido el sol -“bueno, me voy con mis amigas le dijo Daniela. Hasta mañana”-, y el contestó con un “dale, a eso de las dos de la tarde paso por tu casa y venimos para la playa como quedamos”. Ella se alejó bajo el nuevo sol de la mañana y le hizo un delicado “chau” con su pequeña mano. El jamás olvidó aquel saludo angelical.
Horas más tarde, a mediodía en el camping, Esteban despertó a sus amigos a patadas, y los cuatro muchachos se acercaron con sus caras de dormidos en el 1500 hasta la casa de la chica a metros de la calle 2. La finca parecía una mansión de millonarios, al menos para la percepción de los muchachos de Valentín Alsina que estacionaron el Dodge en la puerta a las dos en punto para dejar ahí al enamorado. Recién salidos de sus bolsas de dormir, los chicos no escapaban de su asombro. El caserón de la tal Daniela parecía un palacio: tres plantas, garage para dos autos grandes, jardín al frente, y encima una bruta Grand Cherokee estacionada del lado de adentro tras las rejas que parecían infranqueables. La imagen recordaba a un castillo donde habitaría un rey gruñón celoso de entregar a su hija a un simple plebeyo.

Un de los chicos propuso: “…demasiado para mi, loco. ¿Por qué no seguimos para Gesell que queda a unos pocos kilómetros y está lleno de rockeritas con remeras de 2 Minutos que fuman porro y se ponen re-fáciles, boludo?" La aclamación aprobatoria del resto de la banda en el 1500 fue categórica. El único que hizo silencio y nada acotó fue el pobre Esteban que evidentemente había quedado en absoluta minoría. Así que para no demostrar debilidad, no abrió la boca y asintió con la cabeza, serio y con la boca cerrada. Uno de los chicos le palmeó la espalda y a modo de consuelo le dijo: “No te hagas drama macho, que estas conchetitas no entregan más. Pérdida de tiempo total sería quedarnos. Esta seguro que la pasó bien anoche, y en cuanto vea el milqui te corta el rostro. Mirá esa 4x4 , mirá esa casa. Olvidate. Estas son de las que para salir en serio se buscan a uno con guita” Y remató: “vas a ver que en Gesell está lleno de minitas ¡y se nos gasta la garcha! La carcajada general dentro del Dodge fue lapidaria y los muchachos salieron despedidos por la ruta 11 en medio de locos planes para esa misma noche. Solo Esteban permaneció en silencio durante aquel viaje.

Luego de un par de días en Villa Gesell, lo único que se les “gastó” a los chicos del Partido de Lanús fue su poca plata y volvieron a su barrio y sus casas, hablando de fútbol y de autos durante casi todo el camino de vuelta, salvo claro, Esteban que miraba el campo al costado de la ruta con los ojos perdidos. Los muchachos armaban incluso planes para ir a Brasil al año siguiente “donde las garotas se encaran a los tipos”, decía uno “y si sos argentino ganás”. Jamás fueron.

Pasaron más de 15 eneros desde aquel verano. Apenas uno más para algunos. Inolvidable para alguien que hoy tiene 40 años, vive solo y alquila un departamento de dos ambientes en Pompeya, y que trabaja en una empresa con oficinas en microcentro como cobrador. Esteban tiene 15.000 pesos en ahorros y ningún objetivo en la vida más que cumplir un horario para no perder su empleo y su obra social. Compra trajes baratos en un local de su barrio en la avenida Sáenz: tiene 2 ambos/3 corbatas/5 camisas blancas y un par de zapatos símil cuero de suela gastada hacia al lado exterior. Lleva en el cinturón una tarjeta magnética identificatoria que hace Piip cada vez que entra o sale de la sede de la compañía empleadora.
Varias veces a la semana tiene que ir a hacer cobranzas a una firma clienta que tiene sede en la calle Olavarría esquina Almirante Brown, en La Boca, justo enfrente del Bar Roma. Cada vez que Esteban pasa por allí, ve estacionado en la esquina a un Chevrolet 400 en estado semi-abandonado. Aparentemente alguna vez fue blanco o de un color similar, con techo vinílico levantado de a retazos, algo oxidado y con sus llantas sobre el asfalto por sus gomas desinfladas. No obstante su estado el auto mantiene el señorío y el carácter de todo 400. Ese Chevrolet tenía un cartel en la luneta trasera del lado interno escrito con marcador negro sobre un papel blanco: SE VENDE, y un número de teléfono. Y ese “se vende” significaba para Esteban algo muy parecido a una invitación, a un desafío. Al lado del antiguo casco siempre se ve a un perro viejo y flaco, negro y de hocico canoso, muy sucio y de largas orejotas caídas que se echa al lado del auto y se refugia debajo de él cuando llueve. Esteban pasa una y otra vez día tras día por la esquina del Roma. Se para, rodea el auto con su mano derecha agarrándose la pera …piensa…pero el auto es casi una ruina, como el cansado perro viejo callejero que se refugia debajo de él.

Hasta que un día de repente, mientras con su gesto pensativo, su maletín y su tarjeta magnética en la cintura observa al 400 parado, siente una voz profunda que a su espalda desde adentro del bar con el ventanal abierto, le dice: “¡Como lo pensás, eh!, entonces se da vuelta y ve sentado en la mesa que da a la calle a un tipo con pinta de linyera que le señala el auto y levanta las cejas en gesto de aprobación que agrega: “te veo que pasás a cada rato y lo mirás, y lo mirás. ¿Cuándo te vas a decidir?”. “Algún día quizá”, le contesta Esteban remarcando: “si no hubiera que hacerle tantas cosas…” A lo que el tipo desde adentro del bar le retruca: “Bueno, a lo mejor por eso lo sacás más barato…Dale entrá y te invito un café. El cobrador pensativo lo meditó un segundo, pero entró al bar con aquel sujeto al que no conocía, y se sentó en su mesa. “¿Por que no una pausa en la recorrida de laburo para un “feca” y hablar un poco de fierros?”, pensó. Cuando estuvo frente a aquel personaje lo miró de arriba abajo: como de unos sesenta y pico quizá, tenía una imagen que conjugaba al vagabundo sin hogar con el hippie viejo. El tipo le extendió la mano y le dijo: “en realidad vengo porque me dan café gratis y me dejan leer el diario. Me llamo Juan, pero me dicen Coco.” Esteban se presentó tímidamente y le dijo que nunca había tenido auto, pero que soñaba a veces con tener un buen fierro, tipo 400, Falcon, lo que sea, pero de fierro. Coco asentía con la cabeza y le decía: “Los sueños hay que perseguirlos, atraparlos” y de un bolsillo sacó un raro colgante tejido con una especie de red y unas plumas de aspecto indio. “Es un Atrapasueños” le dijo, “los sueños positivos se filtran y pasan por la red, mientras que las pesadillas quedan atrapadas en las cuentas o bajan por las plumas para olvidarse, y así no nos afectan”. Esteban sentía cierta fascinación por ese raro adminículo que parecía artesanía indígena. El tal Coco le siguió diciendo: “mirame a mí, no tengo nada en el mundo para muchos, pero sé bien quien soy, me gusta Led Zeppelin, los fierros de los 70’s …todo eso es rockanroll; es una misma idea, ¿entendés?” Esteban asentía con la cabeza. “Y no estoy tan solo en el mundo: miralo al Chicho”, le dijo señalando al perro pulguiento echado al lado del Chevrolet. “El es mi mejor amigo y nunca me abandonó. ¡Ah! y también le gusta Zeppelin” esbozó como entusiasmado, “mirá, mirá esto” le propuso a Esteban que no salía de su sorpresa, y comenzó a entonar en voz alta -¡And as we wind on down the road¡ - imitando a Robert Plant en la parte fuerte de Escalera al Cielo, a la vez que fingía tocar la Gibson de doble diapasón de Jimmy Page, y el perro en la vereda del otro lado del ventanal comenzó a mover la cabeza y sus larga orejas. “Jajaja! rieron el linyera y el cobrador ambulante. “Es cruza de cocker, por eso tiene esas orejas, y ya tiene como 12 años el Chicho, …y bueno” bajó el tono de voz y se puso como nostálgico “está un poco viejo, todos nos ponemos viejos. Así que date el gusto si podés, dale, comprate ese 400, mirá lo que es eso, Super Sport 74… con ese auto a lo mejor podés concretar algún otro sueño que tengas. Animate, estos autos piden ruta, aventura, loco” concluyó aquel personaje de bar para el remate.
Esteban pagó la cuenta del café y a partir de ese día un par de veces a la semana cuando pasaba por el ilustre Bar Roma siempre hacía una pausa para desayunar con su nuevo amigo y hablar de autos y sueños perdidos.
Después de varias semanas de seguir con es rutina, Esteban una mañana caminó por Olavarría y entró al Bar Roma donde Coco tomaba un café y miraba en silencio su Atrapasueños. Se sentó en la mesa, pidió unas medialunas y le dijo a su amigo: “hablé con el tipo que vende el 400. Ahora lo voy a ver. Vive acá a la vuelta. Creo que llego con la guita, no pide mucho y yo tengo unos ahorritos”. Coco se puso a aplaudir y le dijo: “¡Ya era hora, pendejo!”. Desde la vereda el Chicho levantó la cabeza como asombrado ante los aplausos. “Gracias por lo de pendejo”, interrumpió Esteban. “En un rato hablo con el dueño –es titular- y después te cuento”.

En pocos minutos Esteban se terminó su café con leche a las apuradas y se fue a ver a su casa al propietario del 400 que vivía a una cuadra en la calle Lamadrid. Se sentaron en una mesa de un viejo comedor con paredes cubiertas de un empapelado pasado de moda con manchas de humedad, muchas fotos familiares y los infaltables cuadros de la cabeza de caballo y del payaso que llora. Todo muy setentas. Rápidamente se pusieron de acuerdo. El auto estaba bien de papeles y arreglaron un buen precio para los dos. Esteban puso el cash arriba de la mesa y se dio la mano con el vendedor, un tipo grande que parecía buena persona. “Lo voy a restaurar”, dijo el empleado que acababa de dejar gran parte de sus ahorros en la operación de compra de su primer auto propio.
Con los papeles bajo el brazo, Esteban fue acompañado hasta la puerta de calle de la vivienda del vendedor y como gesto de cortesía, antes de salir a la calle, simulando interés, miró por última vez al comedor y dijo de compromiso: “un gusto, nos vemos, linda casa, eh”. Mientras observaba las paredes cubiertas de fotos del pasado en blanco y negro. Recorrió con la mirada los retratos familiares hasta que se detuvo en uno que captó inmediatamente su atención y casi lo paralizó: junto a la puerta de salida había una foto enmarcada del vendedor del 400 quien tenía a su lado abrazado nada menos que a Coco, su pintoresco amigo del bar. Miró a los ojos al dueño de casa y señalando la foto le dijo entonces: “ahora entiendo todo, estabas de acuerdo con él –con Coco- para venderme el auto. Así que ustedes son amigos…”. Repentinamente el vendedor lo interrumpió y le dijo enojado: “pará, pará; no sé como lo conociste a Coco. Que amigo ni amigo. Ese de la foto en efecto es mi hermano Coco que murió hace casi dos años. Explicame vos ahora como es que lo conocías”. El asombro de Esteban se redobló entonces y casi en estado de shock exclamó: “ahora el que no entiende nada soy yo. Lo acabo de ver en el bar de la otra cuadra, donde está todos los días. El dueño de casa lo volvió a interrumpir entonces levantando el tono de voz diciendo: “mirá, no creo que estemos hablando de la misma persona. Mi hermano Coco era un bohemio, un loco, no le gustaba el laburo ni la rutina; la iba de artista, de hippie…para serte sincero durante sus últimos años se transformó en un vagabundo que estaba todo el día tirado en la calle con un perro al lado, y si te digo la verdad…dormía en el 400 porque yo lo dejaba; pero no aceptaba más ayuda que esa. Así le fue: su salud se fue deteriorando y una mañana apareció muerto en el auto. Desde entonces, ese perro que estaba con el, jamás se movió de al lado del auto, y ahora cuando te lleves el Chevrolet, lo vas a ver ahí tirado. Como esperándolo. Cada vez que lo veo a ese pobre animal, se me parte el alma; vive de las sobras que le tiran los del bar. Tomá, acá tenés las llaves y llevate ese auto de una buena vez. Si lo tuyo se trata de una broma que me querés hacer, a mí no me interesa. El auto es tuyo. ¡Chau!”. El propietario del 400 terminó así su explicación en forma categórica señalándole al comprador la puerta de salida.

Enmudecido, Esteban salió a la calle con las llaves de su auto adquirido y los papeles bajo el brazo. Ahí nomás se fue al trote hasta el Bar Roma. Su corazón latía como nunca. A llegar, estaba el Chevrolet junto al cordón y Chicho, con su hocico canoso apoyado placidamente sobre la vereda levantó apenas la mirada siguiendo el recorrido de aquel hombre de traje que se veía muy alterado entrando a la cafetería buscando al tal Coco, quien ya no estaba en la mesa de hace un rato. Esteban recorrió todo el bar con la mirada desde el centro del salón y con la respiración agitada le dijo al mozo: “¿no lo viste al señor que estaba hace un rato acá conmigo, a Coco? El mozo se miró entonces con el tipo de la caja que estaba detrás de la barra observando espectante, y le contestó: “discúlpeme señor, pero yo a usted lo veo que desde hace semanas se sienta solo en esta mesa, se pide un desayuno y habla solo todo el tiempo. A usted nunca lo ví con nadie aquí adentro”.
Con pasos temblorosos Esteban salió a la calle, y con la llave entró al 400 que estaba tan sucio por fuera como por dentro. Y entre viejos papeles de diario, en el piso del lado del acompañante encontró tirado un objeto que ya conocía: el Atrapasueños.

Fue cuestión de unos pocos meses restaurar el Chevrolet, chapa, pintura, mecánica. Fue entonces, cuando el auto estuvo terminado, que Esteban se sentó finalmente al volante, se quitó la corbata y arrojó por la ventanilla su tarjeta magnética que nunca más hizo piip. Al espejo retrovisor central interior del auto ató aquel viejo colgante de hilo y plumas por las cuales cayeron sus miedos y sus pesadillas para siempre. Había llegado la hora de salir a tomar la ruta interbalnearia.
Semanas más tarde los periódicos locales de la costa atlántica, hacían eco de una noticia que convulsionó a toda la alta sociedad de la zona. La esposa de un candidato a intendente del Municipio Urbano de la Costa con buenas posibilidades en las encuestas, de nombre Daniela, había repentinamente abandonado a su marido para escapar junto a un desconocido en un viejo auto con escape libre. La fotografía de la fugitiva se difundió luego en varios canales de noticias de alcance nacional.
Algunos campesinos de distintos puntos de la República tan distantes como Tucumán o Neuquén aseguraron haber visto a la dama de la foto, atravesar distintas rutas provinciales a bordo de un Chevrolet 400 conducido por un prófugo aún no identificado. Las mismas fuentes aseguran que desde la ventanilla trasera del rodado asomaba su cabeza un can mestizo de hocico entrecano y orejas largas que flameaban al viento.
Todos los testimonios resultan coincidentes en señalar que aquel perro parecía sonreír.

miércoles, 28 de marzo de 2012

domingo, 25 de marzo de 2012

GRANDES ÉXITOS


En el número 144 de TC Urbano, allá por octubre de 2009, aparecía publicado mi primer cuento “Caravana de Chevys”. Ese texto escrito casi por casualidad en un Café Martínez de la calle French fue el puntapié inicial no solo de mi etapa como escritor, sino también de un camino en el cual a través de mis narraciones, pude sumergirme en un mundo de historias que conjugan recuerdos verdaderos con elementos de ficción que he tenido la suerte de compartir con todos los lectores de la revista. Luego de dos años y medio, y habiendo publicado ya diecinueve de mis historias –muchas de las cuales también han sido lanzadas como videos o cortometrajes- creo que ha llegado el momento del balance de todo este universo apasionante que el destino parecía tenerme reservado, y que no solo me ha dado grandes satisfacciones en cuanto al reconocimiento de los lectores, sino que además me permitió ganar muchos nuevos amigos. Precisamente estos nuevos amigos son mis “Grandes Éxitos”.
Un mes atrás paré a cargar nafta en una YPF de Dolores en ruta 2, y el empleado de la estación de servicio encargado de llenar el tanque de mi Chevy, al ver el calco de la luneta con el nombre de mi Blog, me dijo sin saber que era yo el autor de los cuentos: “¡que buena página esa!”, y comenzó a contarme cuales eran sus historias favoritas hasta con citas textuales. Esos también son mis “Grandes Éxitos”, como cuando mis seguidores de La Noche de la Chevy me cuentan en sus comentarios que por un instante volaron con la imaginación o sus recuerdos.
En esta oportunidad elegí mis pasajes favoritos de cada uno de mis relatos que considero emblemáticos o representativos de ellos, algunos de los cuales mucha gente –algunos compañeros de años y otros desconocidos- me repite de memoria en cada oportunidad.
Puedo decir con orgullo, que esta ruta de los cuentos seguirá a través de cada número de la revista en mi querida Sección, tanto como a través de mi Blog y mis videos, y seguramente en breve con la edición de mi primer libro de recopilación de todas estas narraciones. Gracias por acompañarme. CÉSAR.

CARAVANA DE CHEVYS
Pero imprevistamente, un domingo de 2009 el asfalto comenzó a temblar. Edificios y monumentos comenzaron a temblar. Y las calles de Buenos Aires se poblaron de cientos de Chevys. Llegaron en columnas como ejércitos desde Parque Roca –columna sur– y Parque Sarmiento –columna norte–, para encontrarse en el Obelisco y desfilar resplandecientes, en caravana hasta Puerto Madero y la Costanera. Y la ciudad se pobló nuevamente de franjas, ruedas patonas y bramantes escapes que parecían echar fuego como dragones. Y los plásticos roedores en cuotas que poblaban las calles, se hicieron a un lado, temerosos ante el avance de la metálica caballería.

LA SEGUNDA CRUZADA
Se dice de una raza de inmortales, cuyo medio natural serían las rutas, que de tanto en tanto suelen organizarse en violentas y sorpresivas demostraciones de poder atronando las calles de la ciudad con sonidos de mecánicas ancestrales

LA TERCERA CRUZADA
Cuando ya casi nadie quedaba en el devastado campo de batalla, Thiago se acercó paso a paso al chamuscado casco de su querida Chevy que yacía inmóvil rodeada de placas de plástico rotas en pedazos, así como yace el cuerpo de un bravo caballero en su mortuoria armadura rodeado de los restos de sus enemigos a quienes cobró cara su muerte. Miró en silencio al auto que tanto había soñado desde pequeño y que por esas cosas del destino, se había inmolado bajo las descargas eléctricas para rescatar a su dueño. Se aproximó más y más hasta llegar a la ventanilla del conductor para poder ver finalmente a quien había sido el valiente que dio su vida por devolverle a él la libertad y a los autos clásicos la dignidad. Pero ningún cuerpo se encontraba en el habitáculo de la cupé, estaba vacía. Sobre la quemada cuerina de la butaca del conductor solo había una hoja de papel manuscrita con una letra que le resultaba “familiar”. La nota solo decía: “¡All’alba vincerò!”.

MANIFIESTO
Y aquella fascinación de la niñez que sentíamos en esa vereda de La Boca se repite al paso de cada seis cilindros que ya de tanto en tanto hace temblar alguna calle de barrio, donde algún pibe señala asombrado al dinosaurio preguntándole a su padre qué clase de monstruo es ese. Brindemos por ello entonces, y a seguir engrasándonos las manos, que el niño que fuiste te está mirando. No lo traiciones, y que rujan los escapes libres.

LA NOCHE DEL IMPALA
Cuando salí de Madaho´s comenzaba de a poco a llover. El olor del asfalto mojado de la ciudad es inigualable. Caminé unos metros hasta el auto del lado del paredón del cementerio, y se me ocurrió pensar que en esa cuadra de Azcuénaga al 1900, la calle no divide al mundo de los vivos del de los muertos, sino que por el contrario constituye una zona gris, donde se unen ambos mundos.
Las gotas caían sobre el casco de la cupé, haciendo que se vea aún más hermosa con su parrilla cromada que sonreía invitándome a ganar la ruta.

CONVOYS!
Se llamaba Edgardo pero le decían Egar, y era fanático de las series y películas de vaqueros. Dentro de los límites de sus dominios –una pequeña casa con patio y jardín en Lanús, a la vuelta del club Pampero– solía andar con un sombrero de cowboy, o “convóy”, como entonces se decía en los barrios suburbanos. A fines de la década del sesenta, él y su mejor amigo desplegaban día tras día un mapa-color de América del Sur sobre el piso de aquel patio inigualable. Marcaban y remarcaban dos cruces. Una en Buenos Aires y otra en Caracas, Venezuela. Entre ambos puntos trazaban rutas imaginarias con diferentes colores de “pinturitas” Faber. Los dos adolescentes soñaban con un viaje fantástico que los llevaría a través de ruinas incaicas y salvajes junglas, atravesando luego el mítico camino trans-amazónico para llegar finalmente a la capital venezolana. En el camino seguramente vivirían mil peligros e historias de amor. Si años antes unos audaces Ernesto Guevara y Alberto Granados lo habían intentado en una moto Norton 500, ¿por qué no habrían de lograrlo los dos intrépidos aventureros de la zona sur esta vez en un automóvil?

VIAJAR EN EL TIEMPO
Al otro extremo del mundo, en Piñeiro, junto al portón de madera, Betty, la mujer de Rubén y madre de Ale y Diego, nos prepara un bizcochuelo y nos tiene listos unos mates, mientras mis amigos y yo reforzamos nuestros dragones con chapa del 18, barras estructurales y jaulas tubulares. Nuestras fieras no ostentan frías siglas como A3, A6, A8 etc. Los nuestros se llaman Super Sport, Brava o Pura Pimienta. Sueño despierto e imagino, que algún día deberíamos arrasar el Audi Lounge como una invasión vikinga, dejando solo un montón de escombros y varios negocios inconclusos.
Y hablo de vikingos porque no dejo de pensar en mi viaje a otras edades de la historia de la humanidad.
Por todo ello, a esta altura puedo concluir que a ciencia cierta sé que nunca seré capaz de inventar una máquina para viajar en el tiempo. Pero conozco un lugar, en la zona sur, donde puedo experimentar un efecto bastante parecido y sentirme un poco dentro de otra época, donde la amistad y los autos eran de fierro.

MUTANTES Y GLADIADORES
No ganó ni perdió aquella pelea. Dio y recibió, como suele suceder, pero cuando todo terminó se dirigió hacia la barra de aquel tugurio donde yo estaba apoyado, y quizá advirtiendo mi mirada de admiración cuando pasó a mi lado me saludó serio con la cabeza. Con su cercanía advertí que el tipo tenía ese olor inconfundible de quien duerme en la calle, el olor de la pobreza. En silencio le devolví el saludo del mismo modo levantando un poco mi lata de cerveza a su paso. Cuando pasó y quedó de espaldas a mí se detuvo, giró y me pidió que lo invite una ficha de pool. Le dije que no, que ya me iba. Asintió haciendo una especie de reverencia de bufón y siguió con sus muletas un paso mas, y volvió a detenerse y girar su cabeza de búho: “¿… Y una birra?”. Miré al orangután que atendía la barra y le dije: “Una lata más de cerveza para él”.
Mientras me iba de aquel antro, vi al gladiador de las muletas gastadas saludarme con su flamante lata de Quilmes desde la barra. Se la había ganado.

THE SKY IS CRYING
Existe una armonía sincrónica muy especial entre los hombres y el motor de sus autos (recomiendo los 6 cilindros) que solo las almas elevadas pueden lograr en la soledad de la ruta. Ese es el punto donde el corazón y la mente se hermanan con los latidos que surgen de las entrañas del dragón bajo el capot. Muchos alcanzan este punto de nirvana a las 3000 RPM, algunos más arriba incluso, no se trata de acelerar al extremo, sino de encontrar el equilibrio único que se da cuando una persona y su auto son uno solo. Esto es muy difícil de lograr en las ciudades en las horas pico, donde hombre y máquina se encuentran a disgusto en el tránsito y ambos tienden a recalentar. Pero la ruta es especial para eso. Allí se encuentra la armonía. Allí le cuento en privado mis historias de triunfos y fracasos a mi Chevy, que a su vez me cuenta las suyas. Desde ya, esto solo puede darse con humanos que tengan historias para contar, y con autos que a su vez tengan las suyas en su pasado, y con personas y coches que sepan escucharse mutuamente. Estos requisitos, desde ya, dejan fuera de toda posibilidad a personas vacías o superficiales, así como a autos nuevos y sin heridas.

CHARLA CON UN PUMA
¿Así que ahora los muy cobardes pagan por cada puma muerto? Déjalos entonces acercarse y afilemos nuestras garras sobre alguna piedra para el zarpazo yugular de quien sabe pelear en la distancia corta. Esa en la que pelean solo los bravos.
Hoy vienen por ti, mañana quizá lo hagan por mí o por mi carro de combate, que tanto los asusta. Los asusta la fuerza, lo salvaje, el alma del predador que ellos no tendrán jamás.
Vos y yo hemos visto aparecer y morir tantas ovejas a esta altura. Y ya nadie las recuerda, ya sea que estén cubiertas de lana o plásticas carrocerías.
Así que sigamos avivando el fuego en esta noche de estrellas silenciosas y recordemos otras historias de tus cacerías…y de las mías. Antes de que los puntos rojos de las miras se posen sobre nosotros.

BALLADA PARA UN FALCON ‘81
La denuncia policial en la Comisaría 24 del Barrio de La Boca, consignaría en aquella fatídica noche de abril de 2002, que un Ford Falcon Standard celeste estacionado sobre la calle Lamadrid había sido robado en horas de la noche, mientras a pocas cuadras se jugaba un partido de la Copa Libertadores. Yo personalmente, creo que mi viejo amigo y maestro modelo ‘81, un día consideró que finalmente yo ya estaba listo para seguir mi camino solo, habiendo aprendido ya, sus valiosas enseñanzas en nuestro sendero marcial.
Te pido perdón entonces, guerrero de armadura de color gastado, si a veces me permito la debilidad de extrañarte. O de extrañar ese mundo que vivimos escuchando viejas canciones de los ochentas en aquel Pioneer de carcaza metálica.
Así que desde aquí me permito reverenciarte tal como los gladiadores lo hacían a su emperador: ¡los que van a morir te saludan!

EL LLAMADO DEL CAMINO
Lo cierto es que pasaron los años y aún de tanto en tanto, ya no en aquel aeropuerto quizá, pero en algún otro seguramente, o en alguna terminal de micros o estación de servicio rutera, o en algún bar de pueblo desconocido, vuelvo a aprisionar entre mis manos algún pocillo de café acercando mi nariz al humo cargado de aroma a recuerdos, y cerrando los ojos vuelvo a repetirme a mi mismo aquella línea magistral: “un amor real es como vivir en aeropuertos”.

LOS POSTERS DEL TIEMPO
“…la vida debe ser una gran aventura…o nada.”

EL VALIANT Y EL MOLINO
Entre las gruesas columnas marmoladas del salón principal, en medio de humeantes submarinos y tostados de jamón y queso fue que con su madre, Luis había tenido tardes enteras de debate acerca de temas tan importantes como por ejemplo, si el personaje de Disney conocido como Goofy, o Dippy, o Tribilín, era en realidad un perro, dado que en las películas Pluto ladraba, pero él hablaba fluidamente con otros personajes como Mickey –no por casualidad recurrente dueño del mismo Pluto-, por ende: Tribilín no podría ser un perro, porque podía hablar, usaba ropa y no era mascota de nadie. Ello así, si en el universo de las películas e historietas de Disney, todos los animales hablaban –patos, ratones, loros, etc.– menos los perros, y Goofy hablaba como todos los demás, ¿Qué clase de animal sería? Aún así, por sus largas orejas caídas y su hocico, se veía muy parecido a un perro…

EL ESCRITO DE TOLEDO
¿Encontraste ya a tu princesa en ese pueblo perdido que no aparece en los mapas? El reloj de arena de la muerte se hizo trizas aplastado por las ruedas de tu Rally Sport que nunca detuvo su motor. Aguárdame con esa caballería invencible para el asalto final de los soldados de la pasión. Y que tu cruz brille siempre sobre la luna.

FANTASMAS OXIDADOS
El antiguo casco oxidado de un auto clásico de fabricación nacional, hecho en los sesentas, te mira en silencio bajo capas de polvo y espera escuchando a tu corazón.

CORONADO DE GLORIA
Nos poníamos a la par de las chicas más lindas que pasaban, para piropearlas, y ellas nos ignoraban con una frialdad que cortaba el aire, lo cual actuaba como disparador para que Rodi, tras el volante comenzara a proferirles las más atroces guarangadas. Nadie se fijaría en cuatro atorrantes con sus miradas de fuego y de visible mala posición económica (dado el auto destartalado en el cual se desplazaban). Pero teníamos la inocencia de aquellos que se sienten felices de la vida sin temer a la muerte, cuyo rostro despiadado aún no conocíamos de cerca.

LOS INTEMPORALES
Por todo ello, si alguna noche de borrachera ves la figura de un legendario animal alado cruzar la luna llena montado por un jinete de eterna juventud, quizá no estés alucinando; puede que sea la pura realidad. Muchos sostienen que aquello que imaginamos no es mera fantasía, sino una memoria de algo ya vivido que de tan perfecto resulta mágico a los estándares del sentido común. Los intemporales no tienen esta limitación perceptiva y simplemente viven aquello que deciden vivir.
Un saludo entonces desde aquí, a todos los intemporales que lean ahora las líneas de este mensaje encriptado en esta botella arrojada al océano de las eternas tempestades. Y que salgan a volar esos dragones.

CRUZAR EL RIO
Creo sinceramente, que jamás perdí aquel espíritu de salir a remar y cruzar el río.
En mis oídos y en mi mente aún resuena la voz de Graciela Mancuso en ondas radiales perdidas en el tiempo diciendo: “vivirás…yo sé que vivirás”.

Por CESAR RODRIGUEZ BIERWERTH

sábado, 28 de enero de 2012

CRUZAR EL RIO


A principios de los ochentas todas las noches escuchaba un programa de radio de trasnoche en mi radiograbador portátil JVC conducido por una locutora llamada Graciela Mancuso. Lo escuchaba casi completo aunque al otro día tuviese que levantarme muy temprano para ir al colegio. El programa se llamaba “Sonrisas”, y no sé realmente si mucha gente recordará aquella audición nocturna previa incluso a la aparición de otros clásicos como “Cuero Pesado” con Daniel Aguilar, o de la llegada en el `84 de la Rock and Pop. Con la luz apagada de mi cuarto que tenía vista a la autopista y al puerto, la voz de Graciela en el JVC gris y cuadrado creaba un clima absolutamente mágico donde uno podía disfrutar un reportaje a Miguel Abuelo, o el último tema de Serú Girán, o hasta a un muy joven Roberto Pettinato por entonces director de la mítica revista “Expreso Imaginario” dándome las mejores lecciones de cultura musical y hasta general de las cuales hoy puedo sentirme orgulloso. La preciosa información que aquella audición transmitía era de tal valor, que todos aquellos que tuvimos la suerte de recibirla, hoy debemos dar las gracias por semejante bagaje educativo. Nunca olvidaré cuando un muy joven Juan Carlos Baglietto seleccionaba temas de Manhattan Transfer para explicar los arreglos vocales, o cuando el mencionado Pettinato –quizá sin imaginar que algún día se convertiría en un bufonesco animador televisivo- me contó la historia de Frank Zappa, de los Specials o hasta de los Clash, relatando hasta los más mínimos detalles anecdóticos, como ese referente a la vez en que Joe Strummer le rompió una guitarra por el lomo a un desafortunado espectador que decidió invadir el escenario de aquella mítica banda punk. Algunas noches incluso se invitaba al programa a algún fan jerarquizado de alguna de las superbandas que aún existían para contar la historia de su grupo favorito como por ejemplo Genesis, y a medida que se avanzaba en el relato se iban pasando temas de la agrupación explicados por el supuesto “entendido” que nos esclarecía las letras y el contexto de cada etapa y álbum. También recuerdo los separadores del programa en la dulce voz de la Mancuso a quien yo por entonces imaginaba bellísima, los cuales solían tener algún mensaje que a mis oídos sonaba como pura poesía. Aún resuena en mi cabeza uno en particular donde Graciela terminaba diciendo: “vivirás…yo sé que vivirás”. Y yo me sentía realmente inmortal.
Por las tardes en mi JVC de un solo parlante y con su manija superior rectilínea, me sumergía en otra fabulosa vía de escape directo desde mi cuarto con vista a la autopista hacia dimensiones desconocidas. Era cuando en el horario en el cual yo supuestamente hacía mis tareas del colegio, sintonizaba “El Tren Fantasma”, conducido por Omar Cerasuolo, que con su voz grave y con mucha cámara me llevaba por caminos misteriosos utilizando separadores grabados con sonidos de viejos dibujos animados y películas argentinas de los cuarentas. La calidad de la música que pasaban en “El Tren Fantasma” era inigualable por su sentido de vanguardia transgresora: Ultravox, Madness …y una vez más los Clash. Pero lo cautivante del programa vespertino de Cerasuolo eran unas cortinas con voces de Sandrini y Pepe Arias mezclándose con Betty Boop y el Gato Félix. ¿A quien se le habría ocurrido toda aquella genialidad que me alejaba de mis áridos deberes de matemáticas y me llevaba por senderos cautivantes y aventureros?
Mis recuerdos de aquellos viejos programas de radio de los primeros ochentas tienen en mi percepción el tinte verde desafiante de una jungla llena de fieras que me llamaban a enfrentarlas con mis nobles armas de trotamundos solitario. Y cuando digo esto me remonto a mis veraneos de aquellos días donde mis abuelos me llevaban a una pequeña casa de madera en el Delta, en el río Carabelas. Allí una de mis actividades predilectas era la de cargar –una vez más- mi radiograbador JVC y un rifle Mahely de aire comprimido en un antiguo y crujiente bote a remo que se llamaba “Taragûí”, traído por mi abuelo desde la provincia de Corrientes décadas antes, y salir a remar a la hora de la siesta mientras los “mayores” dormían. A mi no me llamaban la atención las rápidas lanchitas a motor con casco de plástico que a veces pasaban frente a nuestra quinta, yo prefería el trabajo físico de remar en el pesado bote -algo parecido me sucede hoy con los autos-.
Mis abuelos sostenían que las siestas en el Delta eran especiales, y hacían de ello todo un ritual, durmiéndose tan profundamente entre la brisa de la tarde y el canto de los zorzales, que resultaba difícil despertarlos durante horas. Era entonces cuando yo remaba alejándome del blanco muelle de la quinta con mi equipo completo de explorador, el cual incluía -además del JVC y del Mahely- una cantimplora, mucho Off para los mosquitos y un machete para despejar la maleza. Mi travesía favorita era la de remar hasta una finca abandonada que quedaba sobre la margen de en frente del río, que se llamaba “La Sarmiento”. Según contaba la leyenda, la vieja casa debía su nombre a que a que en el siglo XIX el mismísimo Domingo Faustino Sarmiento había visitado esa casa en un alto para refrescarse durante alguno de sus viajes, y se había sentado en una silla mecedora de madera que se encontraba en el interior del viejo casco de la vivienda que se erguía tras una fila de altísimas casuarinas a pocos metros del río. Aún me veo a mí mismo a los 13 años atracando al “Taragûí” en los pobres restos musgosos del muelle de “La Sarmiento” entre los juncos y avanzando con mi rifle y el machete en la cintura hasta llegar a la vieja morada de madera derruida por el tiempo para apoyar mi nariz en la tela metálica oxidada de las ventanas y contemplar desde allí, agudizando la vista al legendario asiento mecedor cubierto de telarañas en un rincón del interior del antiguo comedor abandonado. Yo pensaba: “Así que allí se sentó Sarmiento”, e imaginaba al viejo prócer aún amacándose en la butaca y clavándome sus enojados ojos desde ese salón fantasmal. ¿Cómo imaginar al emblemático sanjuanino sino con esa mirada severa y de reproche con la que aparece en todos los cuadros?, la cual resultaba potenciada por el entorno sombrío y espectral de aquella vieja finca. Luego volvía al bote, me mojaba la cara con el agua marrón del río y retornaba remando hasta la casa de los abuelos antes de que despierten jurando no contar a nadie respecto de mi cruce de miradas con aquel ser de ultratumba.
Han pasado ya tres décadas, creo, desde aquellas épocas mágicas. Y a veces tengo la sensación de que el tiempo se escurrió de entre mis dedos como el agua del Carabelas en aquellas tardes paranormales.
En la radio ya no pasan a los Clash ni a Serú, y solo hay programas llenos de insoportables tandas publicitarias con molestas voces aceleradas leyendo la letra chica de los contratos que especifican hasta cuando dura la “oferta válida” de alguna estúpida promo. Los restos del “Taragûí” hoy descansan en el fondo del río como un esqueleto silencioso que atesora historias subacuáticas. Por su parte, hace años que mis abuelos decidieron dormir una dulce siesta entre los árboles y los zorzales de la cual jamás despertaron.
Hace pocas semanas, en la noche de celebración del año nuevo 2012, presenté a mi familia mi nuevo motor GM 350 recién instalado en mi cupé Chevy. Antes de sentarnos a cenar, vi a mi madre –católica celta de San Patricio- salpicar al recién estrenado corazón V8 con agua bendita que llevó al efecto, en una suerte de bautismo ritual, tal como si el auto fuese un navío presto a cruzar los siete mares. Seguramente ella, conociéndome como pocos, sabe que hoy mi Chevy tiene la función que otrora tuviera mi radiograbador JVC o el bote “Taragûí”: la de rescatarme y llevarme a descubrir nuevos mundos por caminos infinitos. Las palabras de mi madre esparciendo las santificadas gotas sobre las tapas de válvulas tenían la solidez del acero que imagino, puede haber tenido un discurso de Speranza Wilde en la Irlanda del siglo XIX. Con mi mujer Carolina, mis suegros y algunos amigos formábamos asombrados en silencio un círculo en torno de la Chevy como un cerco guerrero ritual.
Creo sinceramente, que jamás perdí aquel espíritu de salir a remar y cruzar el río.
En mis oídos y en mi mente aún resuena la voz de Graciela Mancuso en ondas radiales perdidas en el tiempo diciendo: “vivirás…yo sé que vivirás”.

Por CESAR RODRIGUEZ BIERWERTH